Estaba tumbada en el sofá comiendo helado, mirando sin llegar a ver un insulso programa de televisión, siendo apenas consciente de las caras artificiales y las sonrisas falsas que mis queridas ondas hertzianas -esas que tantos años de evolución nos han costado- traían. Fue entonces cuando lo noté. Había algo dentro de mí, pequeño y viscoso, que había comenzado a crecer en mi barriga. Me incorporé inmediatamente y me palpé la parte inferior del abdomen, que estaba hinchada y dolorida. ¿Acaso estaba embarazada? ¿Sería un tumor? No, no eran teorías viables. Bueno, tal vez sí que fueran posibles, pero algo me decía que aquello venía de otro mundo, que tenía un significado mucho más profundo. Sentía que desprendía una presencia oscura que me oprimía, llenándome de desesperación. Se me aceleró el ritmo cardíaco y comencé a sudar ligeramente, estaba asustada y no podía pensar con claridad.
Sacándome de mi ensimismamiento, escuché la voz del vendedor de cupones de
mi manzana entrar por la ventana abierta. Era un hombre mayor, que formaba
parte de la amalgama de voces y olores que conformaban mi barrio desde mucho antes
que yo hubiera nacido, pero, aun así, fui incapaz de recordar su nombre. Por
mucho que me devanara los sesos, no conseguía evocar una sola conversación con
él.
La verdad era que siempre había vivido en segundo plano, como la eterna
espectadora de una obra cuyo único anhelo es unirse a la función, pero que tiene
demasiado miedo como para subirse al
escenario. Y ahora aquello había comenzado a hincharse dentro de mí. En apenas
unos segundos, la presión se había hecho más grande, y podía hasta percibir sus
pequeñas garras, semejantes a las nudosas ramas de un árbol muerto, trepando
dentro de mí.
De repente, comprendí. Aquello no era un tumor ni un feto, mi primera impresión
había sido acertada. Era algo mucho más complejo: era un vacío. Yo nunca había
dejado huella en nada ni nadie, había vivido como una mariposa solitaria cuya
belleza nadie apreciará, y ahora tenía que pagar el precio. Iba a desaparecer. Aquello
iba a seguir creciendo en mi interior y acabaría absorbiéndome. Supe que iba a
morir en aquel instante.
Sorprendentemente, lo que más me entristeció no fue saber que iba a
abandonar el mundo, sino no ser capaz de elaborar un precioso y emocionante
soliloquio en el que reflexionar sobre la vida, o no poder plantearme una
pregunta sin sentido aparente, pero con un gran significado intrínseco. No me importaba
adónde iban los patos de central park cuando el lago se helaba, ni podía citar
a Chejov. Qué se le iba a hacer, no era
una mujer muy culta. Los libros que adornaban las estanterías de mi casa eran
pura apariencia. Solté un bufido, casi divertida. Quería aparentar, pero nunca
nadie entraba en mi casa. Pese a todo, antes de morir quería recordar el nombre
del vendedor de cupones, así que decidí pasar mis últimos momentos en el baño,
lavándome la cara y haciendo memoria.
Una vez de dentro, la taza del váter llamó mi atención. Tal vez fuera… No,
no era posible. Era demasiado absurdo. Pero, y si…
Me bajé las braguitas rosa pálido con la palabra “Tuesday” bordada
(monísimas, oye) y me senté en la taza del váter. Tras unos minutos, me levanté
y tiré de la cadena. Inmediatamente noté que el vacío había desaparecido.
Resulta que al final solo necesitaba hacer de vientre. En fin, me encogí de
hombros y volví al sofá, helado en mano.