domingo, 19 de junio de 2016

Pauline et moi

Sa voix résonnait comme un écho lointain, étrange. Mais en même temps elle semblait être dans ma tête, sous mon crâne, ayant transpercé ma toute fine peau. J’essayais, néanmoins, de ne pas faire attention. Je m’étais souvenue de ma robe. Elle était très très jolie, ma petite robe blanche. J’étais maintenant terrifiée à l’idée de l’avoir souillée. J’aimais comment elle reflétait le soleil lorsque je tournais sur moi-même. Je me demandai si elle le ferait toujours. La voix continuait à hurler. Déconcertée, je me tournai vers Pauline cherchant une réponse, mais je ne trouvai rien qu’un regard inexpressif. Ses yeux taisaient toujours quand il y avait quelqu’un devant.

Depuis, je ne peux plus m’habiller en blanc. Je le hais maintenant. Rien qu’une étincelle blanchâtre suffit à me rappeler ce jour-là. Le jour où je la perdis. Ma pauvre Pauline : ma seule amie. Je portais une robe d’un blanc immaculé, ce ravissant jour d’été. Elle aussi. Maman me répétait souvent que je ne devais pas aller jouer là-bas, aux bois. C’était dangereux : je pouvais me salir. Je me suis répété à satiété que je ne voulais pas y aller, moi, que ce fut Pau qui m’en convainquit. J’ai réussi à y croire à moitié.

Allongées sur l’un des bords de la rivière, on s’amusait à regarder les nuages que l’on apercevait entre la coupole des arbres. On jouait à discerner des formes connues dans ces masses, aujourd’hui muettes et impénétrables.  « Regarde! Elle a le même nez que Papa, cette-là », lui dis-je, en montrant du doigt un nuage, je sais maintenant, qu’il ne ressemblait à rien. « Mais non », me contredit Pauline, « on dirait plutôt une hirondelle. Regarde les ailes, juste là, grandes ouvertes ». Un œil fermé, elle aussi montrait du doigt ce qu’elle pensait être les ailes de son oiseau imaginaire. «Tu es nulle, tu ne sais pas jouer », fut ma réponse. Néanmoins, je suivis son exemple, fermai l’œil droit, et suivis la trajectoire de son pâle et petit annulaire. Une hirondelle me semblait beaucoup plus amusante que le profil revêche et osseux de mon père.
Ennuyée  parce que je ne réussissais pas à la distinguer, je plongeai farouchement dans l’étude des nuages restants. Je cherchais férocement une image à laquelle m’accrocher, un oiseau de passage dont le dos me serait offert et sur lequel je m’envolerais loin.

Je contemple depuis la fenêtre de ma cellule l’immensité dressée sur moi. Camille, vous ne mangez toujours pas? Je ne me retourne même pas : mon assiette intacte parle à ma place. Camille, ne m’entendez-vous pas?

« Camille ! Camille ! » Un cri voulait me trouver, mais je me cachai, les sourcils froncés, dans le bout de profondeur blanche et bleue que je voyais s’étendre sur moi. « Camille ! T’es sourde ou quoi ? Vous voyez ? Carrément à la masse. Je vous l’avais dit ». Lasse, je me redressai sur mon coude et regardai sans voir la personne qui hurlait mon nom. Ils étaient trois : mon cousin et deux de ses camarades. Ils étaient sales et puaient la poussière. Je fis une grimace à cause de l’odeur qui m’agaçait les narines.

 Je pensai soudain à ma robe blanche. Nous n’aurions pas dû nous allonger par terre. Je le sais maintenant. Ils s’en sont bien occupés, tous, de que je l’apprenne. Vous savez », dit mon cousin avec suffisance, « ma mère dit qu’elle est folle parce que mon oncle l’a laissée trop libre ». Terrifiée, je cherchais de possibles taches sur ma jolie robe. «C’est bon ! Tu peux quand même me regarder dans les yeux quand je te parle ! »Toujours sous mon crâne. Elle ne me laissait pas. «Fichez-nous la paix» « Nous ? Mais qu’est-ce qu’elle nous raconte ? » « De toute façon, on ne te dérange pas, non ? » dit l’un des amis de mon cousin, Virgile, lorsqu’il se rapprocha, «on se demandait seulement si tu voulais venir faire un petit tour avec nous».  Ils rigolèrent. Encore troublée par ma robe souillée, je réussis à répondre «non, on ne veut pas». Ils eurent l’air étonné, et j’en profitai pour essayer de me faufiler entre eux. Virgile me prit par le poignet et me poussa en arrière. En tentant de me dessaisir, les yeux désorbités, je heurtai Pauline, qui n’avait même pas bougé pendant tout ce temps. Elle perdit l’équilibre et glissa.

Avant que je puisse comprendre ce qui se passait, elle était tombée dans les eaux de la rivière, dont la force l’emmena. Voilà comment je la perdis. On la noya. Son corps, mené par le courant, était entouré par la cruelle beauté de sa robe blanche, trempée. Ce fut tout ce qu’on retrouva d’elle. Lorsque j’hurlais et je me débattais, les coupables de ma perte se regardèrent entre eux, abasourdis, en répétant « mais c’est juste une poupée… »



domingo, 17 de abril de 2016

El claro

-Que te digo yo que va a llover, coño. Mira esas nubes, joder. El viento viene hacia aquí. Pues las nubes también.
-Mi querido y terco Bernardo. Tantos años aquí encerrados juntos y sigues sin saber cuándo hacerme caso. Cuando yo digo que no va a llover, no llueve. No me duele la rodilla, por lo tanto, no va a haber humedad, ergo no va a caer ni una gota.
-Ya estamos con ‘ergos’ y con gilipolleces. Déjate de tonterías, hombre. Además, ¿qué va a saber un señorito de ciudad como tú? Anda, anda, no me seas…

Dejo a Bernardo e Ignacio gesticulando en su pantomima y, más por aburrimiento que por dilucidar quién tiene razón, alzo mi cansada vista al cielo. En efecto, vislumbro una masa de nubes negras que nos amenaza con su tormenta desde lo alto. ¿Nos amenaza? No. Nadie nos amenaza. Nadie nos nada. No existimos.

Vuelvo mi mirada hacia el resto de mis compañeros. Caras impasibles, de largas y blancas barbas me devuelven una mirada vacía. Me pregunto si casi tanto como la mía. Envidio desde lo más profundo de mis entrañas –si es que las tengo todavía- a Bernardo e Ignacio, capaces todavía de alzar la voz y fingir indignación. Se han callado y el silencio vuelve a reinar en el claro de este recóndito bosque. Silencio. Tan anhelado antes y tan despreciado ahora. Silencio…

Tic. Una gota, transparente y fresca, cae sobre mi mejilla y me saca del entumecido sopor en el que me he sumido. Tac. Otra. Fijo de nuevo mis ojos grises en el cielo, sorprendido de que haya cosas tan vivas como una gota en un lugar tan muerto. Las nubes se encuentran ahora sobre nosotros. Enormes gotas cargadas de vibrante electricidad se abalanzan sobre nosotros. Observo una caer. Como si el tiempo se hubiera detenido, permanece suspendida ante mí. Flotamos los dos. Como una bola de cristal, contiene algo. Soy yo. Un reflejo mío. ¿Mío? De aquel que fui.

(Las balas silban al rozar mi silueta, las minas explotan y todo es una densa nube negra de polvo que embota los sentidos. Me pesan las extremidades, los párpados y el alma. Tan solo deseo dejarme caer cuan largo soy, cerrar los ojos y abandonarme a la nada. La voz del sargento retruena en mis oídos, autoritaria, recordándonos –recordándose- que la rendición no es una opción. Se lo debemos a la madre patria. Me cago en la madre, la tía y la abuela patria. Nada más que el pánico me mantiene en movimiento, cargando mi fusil y, a ciegas casi, sin apenas apuntar, disparando a nuestro enemigo. Disparando a poco más que sombras chinescas).

Vuelvo en mí, en este claro, bajo esta tormenta. Soy de repente consciente, como jamás lo he sido, de la pesadez de mi cuerpo arrugado, del abotargamiento de mi ajada cabeza. De mi vejez. La atmósfera se descongela, la realidad -si es que existe- sigue su curso. La lágrima que levita frente a mí se precipita contra el suelo y se hace añicos. De ella sale, como si de humo se tratara, una etérea imagen del joven que ya no soy, cargando con un fusil demasiado grande, desorbitados los ojos. La visión danza unos instantes y, cuando extiendo mis dedos para acariciarla, se deshace en un extraño polvo que se deja mecer por un viento que no sopla.

Fascinado, peino con la mirada el aborrecido claro. Nadie parece actuar de manera diferente. Algunos han corrido a refugiarse en una tosca cabaña, pero la mayoría siguen sentados, impasibles, con la única novedad de que están ahora calados hasta los huesos. Vuelvo a preguntarme si ofrezco yo en algún modo un espectáculo diferente.

Una nueva gota capta mi atención. La observo caer, embelesado, esta vez con la certeza de que se detendrá a la altura de mis ojos y, misteriosa, me ofrecerá sus secretos. Es una esfera de un pálido amarillo. Un sol que no calienta desprende una luz cansada, bañando el claro. El maldito claro.

(-¡Vaya mierda! A saber hasta cuándo tendremos que estar aquí. Ya lo dije yo, que del sargento no había que fiarse.
-Calma, Bernardo, solo llevamos aquí unos días. Tan solo tenemos que esperar órdenes. No se van a olvidar de nosotros.
Unas cuantas figuras se afanan en volver el lugar menos hosco, otros se encuentran tirados en el suelo, observando las escasas nubes. Sentado en la hierba, un tanto seca, Bernardo la arranca a puñados.
-Con tener el culo caliente esos cabrones se olvidan hasta de su madre. ¡Unos malnacidos es lo que son todos! Aunque sí que es verdad que esto es mejor. Sabes que no soy ningún cobarde, pero… pero ya estoy harto, joder. Cargar, disparar, correr, todo el día con los cojones en la garganta…)

Algo tira de mí, como un gancho anclado a mi vientre. Vuelvo a ser yo, todavía en el claro; viejo. Vuelta al silencio. Ahí todavía éramos jóvenes, no llevábamos mucho tiempo encerrados. ¿Encerrados? Sin puertas, sí, pero encerrados. La gota, que se me antoja resbaladiza incluso suspendida, parece perder su capacidad de ignorar la gravedad. Se precipita contra el suelo, también liberando su contenido: unas sombras que representan formas, apáticas y cautivadoras, que desaparecen convertidas en un millar de motas del mismo polvo insólito.

La lluvia sigue cayendo. Me sorprende lo amortiguado de su choque contra el suelo. Intrigado, me extraña el que todavía haya algo capaz de despertar mi curiosidad. Buscando más de esas gotas, siento un dolor punzante nacer de mi cuello y atravesar mi cuerpo como un relámpago. Por instinto, intento llevarme una mano a la zona aquejada, pero un nuevo ramalazo, en la espalda esta vez, me lo impide. Se me nubla la vista. No sé si por la lluvia o el dolor. Tal vez por las dos. Patético. Mi vejez es patética. Pero, ¿acaso fue mi juventud algo mejor? No, no lo fue. Mierda, pero podría haberlo sido, joder. Todo habría sido diferente si no me hubieran arrebatado mis mejores años. Todos ellos: el sargento, el coronel, la guerra… La puta guerra… Este claro, en el que nos obligaron a quedarnos, esperando. Esperando…

Algunos confiaban ciegamente en el sargento, en que vendría. Pero, el tiempo, con su implacable impasividad, horadó aquella fe. De forma tácita, entonces, sellando el pacto con miradas, decidimos esperar algo diferente: el fin de la guerra. En el claro no sufríamos, al menos. Era menos horrible que la realidad del mundo que allí nos había escupido. Nos prometimos que, cuando acabase la guerra, volveríamos. Poco importaba quién la ganase, pues sabíamos, en nuestro fuero interno, que no había bandos.

Me doy cuenta ahora del tiempo que hacía que no le dedicaba un solo pensamiento siquiera a la guerra. Ha marcado mi vida, y, sin embargo, se me antoja como algo tan ajeno a mí…
Sin palabras, me digo que acabó hace tiempo, que nada me retiene. Lo sé desde hace mucho. Nada dura tanto. Ahora somos viejos. En algún momento se tuvo que bombardear tanto una ciudad –aquella en la que nací, tal vez- que se hubo de firmar un tratado. Los vencedores exigieron, los vencidos concedieron… Puede incluso que pasase a las dos semanas de llegar nosotros. Pero aquí seguimos: esperando.


Me arrebataron mi juventud. No, he de decirlo, me la arrebaté yo. Me robé mis mejores años. Respiro hondo. En mi interior, siento cómo se prende una chispa, una llama. Expectante, la percibo crecer en mi interior. Cierro los ojos, deseando sentirla en su totalidad. De repente: nada. Absolutamente nada. Confuso, mantengo los ojos fuertemente cerrados, buscando ese crepitar que tanto llevaba sin sentir. No lo encuentro. Sintiendo algo así como una sombra de frustración, me siento de nuevo, cruzo los brazos y me vuelvo a sumir en un indiferente sopor.