martes, 14 de mayo de 2013

Vendrá


«Vendrá. Sé que vendrá » Aquellas eran las palabras que me repetía a mí misma mientras, abrazándome las piernas, miraba por la ventana de mi minúscula habitación y aguardaba a que sucediera lo que anhelaba desde hacía tanto. Me repetía aquella frase como un dogma de fe. Me aferraba a ellas del mismo modo que un náufrago se aferra a la madera astillada que lo mantiene a flote. Las sentía, las saboreaba, dejaba que inundaran mi cuerpo. Confiaba en que me hicieran sentir mejor, y, en cierto modo, lo hacían. Me abandonaba a la inusitada y dulce crueldad de la ilusión, que anegaba mi ser y embotellaba mis sentidos,  que me daba fuerzas para seguir un poco más y, a la vez, con cada segundo que el implacable paso del tiempo se llevaba, destruía mi interior. Contemplaba el exterior de la ventana, pero la feroz lluvia tan solo me dejaba ver una nada grisácea que giraba sobre sí misma y que lanzaba sus gotas heladas contra el cristal, como si tratara de romperlo y entrar en mi pequeño refugio. Aquello era todo lo que podía hacer: permanecer recostada en el diván, admirar las lágrimas de las nubes y pensar. Pensar… No me gustaba pensar, era demasiado duro. A veces, sin desearlo, la verdad venía al oído y me susurraba aquello que no quería oír. En esas ocasiones, me asía a mis palabras especiales con todas mis fuerzas hasta que conseguía acallarla.
Fue un día no precisamente especial cuando, por fin, después de tan larga espera, sucedió. Por primera vez en mucho tiempo, más del que consigo recordar, dejó de llover. No hubo una pequeña transición en la que la lluvia se fuera retirando paulatinamente para dejar paso al sol, no. De repente, las tristes nubes, el agua y la terrible y aburrida nada gris se convirtieron en un cielo azul, en una suave brisa y en los cálidos y dulces rayos del sol. Y entonces lo vi, ahí fuera, erguido cuan alto era, mirándome. Por fin. Por fin… Ahí estaba, mi espera había acabado. No podía creerlo. Justo ahí estaba él. El valor para dejar de esperar. Ah, no. Era el hombre de Telepizza.




sábado, 4 de mayo de 2013

Las máscaras grises


Gris. Hasta donde alcanza mi vista, todo es gris y frío. Desapasionadamente indiferente. Al mirar por la minúscula ventana del vigesimoquinto piso en que vivo, tan solo distingo inmensas nubes de humo contaminado que cubren el cielo y miles de figuras humanas que, llevando las máscaras grises reglamentarias, marchan ordenadamente hacia sus trabajos. Miro la hora, el reloj que llevo incrustado en la muñeca marca las 6h 24m 38s. Tras un cálculo rápido determino que la inútil distracción de mirar por la ventana me ha hecho perder 1m 23s, así que tendré que apresurarme todavía más. Antes de salir, me coloco mi propia máscara, que en la frente de su inexpresiva y cenicienta faz tiene grabado mi número: 3XC5497.
Hace ya 53 años que el omnipotente gobierno hizo su uso obligatorio. Todos los ciudadanos debemos llevarla al salir en público, pues se dijo que elimina diferencias, aumenta la productividad y ahorra tiempo. Por supuesto, yo no lo dudo. El no llevarla se castiga con la muerte, aunque solo se ha dado un caso, un joven que intentó destruir la suya en su lugar de trabajo. Un intento totalmente inservible,  pues todos sabemos que son irrompibles.

Una vez en la calle, me fundo con la pasiva y callada multitud y todos los pensamientos sobre las máscaras se desvanecen de mi mente como si nunca hubieran estado ahí. De repente, caigo en la cuenta de que he olvidado el maletín en casa, y de que me retrasaré todavía más, unos 13m 15s aproximadamente. No me enfado, no me frustro -los sentimientos no sirven para nada- simplemente calculo cómo paliar esta pérdida de tiempo, y seguir un atajo se me antoja como la solución más eficaz. Tras haber recuperado el maletín, voy tomando calles cada vez más estrechas, menos transitadas, que, según mi plan, me van acercando al centro de la ciudad, de la que nunca he salido. Pero llevo demasiado tiempo caminando; 9m 55s, y mi puesto de trabajo no está tan lejos. ¿De verdad sé por dónde estoy yendo? ¿Es este el mismo callejón por el que he pasado hace unos 3m? No debería haber tomado el atajo, pero arrepentirse es infructuoso, así que busco una solución eficiente y lógica.

Mientras reflexiono, escucho un ruido. Un sonido que nunca antes he escuchado. Es una voz humana, extrañamente aguda, pero no de mujer, que habla sin palabras. Contra todo pronóstico, no lo catalogué en mi ordenada cabeza como una pérdida de tiempo, sino como algo… Hermoso. Hermoso, es la primera vez que uso esa palabra, pero no se me ocurre otra. Como si bajo un hechizo me encontrase, comienzo a seguir ese reconfortante sonido  –reconfortante, otra vez una palabra nueva- voy entrando poco a poco en callejones más estrechos, con edificios cada vez más bajos y sucios, muchos de ellos sin ventanas, hasta que, cuando soy consciente, estoy junto a La Muralla, la gran muralla gris que rodea nuestra ciudad. Nunca he pensado por qué necesitamos una muralla, y no voy a empezar ahora.

Sigo escuchando ese sonido y quiero saber de dónde proviene, y es entonces cuando veo el agujero, un pequeño orificio que atraviesa la muralla y lleva al exterior. Todavía bajo el influjo de esa extraña eufonía, no se me ocurre por qué no ir más lejos y encontrar a la persona que lo produce. Tras cruzar el agujero, mis impecables zapatos se manchan de algo marrón que hay en el suelo y que desprende un extraño olor húmedo. Eso no es todo, pues un poco más allá, esparcidas en pequeños parches verdes, hay unas finas y cortas hebras del mismo color, que me recuerdan a la hierba, aunque todo el mundo sabe que cuando descubrimos cómo producir nuestro propio oxígeno, eliminamos toda la improductiva vegetación. Pero mi atención se centra exclusivamente en otra cosa,  pues caigo en la cuenta de que hay una figura, agachada y que me da la espalda, y que es la fuente del sonido. Es extremadamente pequeña, a no ser que sea... No, no puede ser. No puede ser un niño. No tan lejos de la zona de adoctrinamiento. Aunque, pensándolo bien, si hay hierba, bien puede haber un niño. Y solo alguien que no ha cumplido con la fase de adoctrinamiento podría ir vestido de una forma tan... tan... tan no gris. Sin previo aviso, para de emitir el sonido y, arrojado con violencia contra la realidad, veo que llego 35m 16s tarde, que estoy perdido, que el suelo mancha mis zapatos y que, por muy imposible que parezca, estoy frente a un niño. He de llamar a las autoridades para que se lo lleven, no debe alterar el orden público. Me acerco para cogerlo de la mano y llevarlo dentro, pero el niño es más rápido y, tras ponerse en pie, se gira. Todo mi mundo se tambalea. Ese niño, que me ofrece una flor, no lleva máscara. Y no solo eso, me enseña los dientes con los ojos iluminados por un destello de ilusión. Este niño me dedica una sonrisa. Una hermosa, bella, preciosa y sincera sonrisa. Siento cómo algo se rompe dentro de mí, cómo cede una especie de presa que, durante demasiado tiempo, ha mantenido a raya un torrente de agua límpida y fresca, cómo los sentimientos, por primera vez en mi vida, caldean e intentan curar mi frío corazón. Con un sonoro “crack”, mi máscara se rompe por la mitad y cae al suelo, partida en dos. Respiro hondo y grito “¡soy libre, por fin, soy libre!”.