jueves, 25 de julio de 2013

La vida es sueño



Me desperté sobresaltado, con la frente cubierta de sudor y las sábanas pegadas al cuerpo. Todavía con el corazón desbocado, me incorporé e intenté pensar con claridad; a mi derecha, los números verdes del despertador relucían en la oscuridad. Todo iba bien. Estaba en mi habitación. No había sido más que una pesadilla. Una pesadilla que, por mucho que intentara recordar, se me había olvidado. No le di mucha importancia, pero aquella fue la noche en que dejé de soñar.



Al día siguiente me encontraba extrañamente cansado y pesado, como si alguien hubiera vaciado mi espíritu de voluntad y lo hubiera rellenado de gris y tedioso plomo. En el metro de camino a clase, me cubrí la cabeza con los cascos y me abandoné a los dulces y sugerentes acordes de Debussy, buscando reconforte y consuelo, pero la magia a la que estaba acostumbrado no ocurrió. La música seguía ahí, la técnica de Yiruma seguía siendo tan limpia e impoluta como siempre, pero la melodía no penetraba en mi pecho, no me calentaba el corazón y no me alejaba de la somnolienta y mediocre realidad. Fruncí el ceño levemente y achaqué aquel extraño suceso al cansancio fruto de la noche anterior.

Habiendo renunciado ya a ensimismarme con la música,  intenté concentrarme en la lectura de un libro. Tenía en mis manos una edición de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, que había comprado en una mercadillo de segunda mano. Las páginas estaban amarillentas del uso, y casi se podía escuchar el quejido de las viejas y ajadas hojas al ser pasadas, pero desprendía un aura de atracción a la que me fue difícil resistirme. Antes de comenzar a leer, el título me hizo pensar en la pesadilla que había tenido, pero, una vez más, fui incapaz de recordar siquiera un retazo. Tampoco pude disfrutar de la lectura como lo había hecho hasta ahora. Aun así, me forcé a seguir leyendo hasta llegar a mi parada, en la que me bajé mecánicamente y sin ganas.

Aquel día fue sorprendentemente aburrido, más que cualquier otro que pudiera recordar, y el cansancio extremo que me envolvía no hacía más que aumentar. Cuando por fin llegué a casa, tomé una cena frugal y me metí en la cama, deseando cerrar los ojos y descansar, por fin.



Desperté diez horas después, con el cuerpo completamente entumecido y la cabeza totalmente abotargada. Llegaba tarde a clase, pero no me importaba; estaba demasiado hecho polvo. Me obligué a levantarme de la cama y, ya que no iba a ir a ninguna parte, me dispuse a hacer algo útil. Limpié la casa de arriba abajo y, de repente,  caí en la cuenta de que la noche anterior no había regado las plantas. Me encantaba hacerlo, era una de las pocas con las que realmente disfrutaba, aunque no tengo muy claro por qué. Puede que me gustara observar cómo la tierra absorbe lenta e irreversiblemente el agua. Una vez vertida, no se puede recuperar. Mientras las últimas gotas desaparecían bajo la húmeda tierra y eran absorbidas por las raíces, me recordé a mí mismo lo efímero de la vida, lo poco que duran las cosas y que precisamente en esta caducidad reside su atractivo. Una rosa no sería igual de bella si durara para siempre. Al igual que ni la música ni la lectura habían causado efecto alguno en mí, no sentí nada cuando eché el agua sobre las plantas. Era como si las cosas que más me gustaban hubieran perdido parte de su esencia, aquello que hacía que las disfrutara. De nuevo, intenté recordar lo que había soñado en las diez largas horas de letargo, y, de nuevo, fui incapaz; ni una sola imagen de lo que mi subconsciente había creado se dignó a aparecer por mi cerebro. Puede que aquella extraña amnesia y la “falta de esencia” que había experimentado estuvieran relacionadas, pero nada tenía sentido. Y yo estaba tan cansado…



Sumido en ese aturdido sopor, transcurrió un mes. Un mes en el que fui incapaz de recordar ni uno de mis sueños. Puede que simplemente hubiera dejado de soñar. Todas las mañanas me despertaba cubierto de sudor tras numerosas horas durmiendo, pero totalmente exhausto. Tampoco conseguí recrearme en las actividades que tanto me gustaban antes. Era como si me estuviera vaciando por dentro, o como si me estuvieran absorbiendo, igual que la tierra absorbe el agua. Comprendiendo que aquello no iba a mejorar, me comprometí a contárselo a alguien, y la primera y única persona que me vino a la mente fue mi abuelo.



Mi abuelo vivía solo en un pueblo del interior desde que su mujer había sucumbido al cáncer, y pese a su avanzada edad, era un hombre vigoroso y lleno de vitalidad. Se alegró muchísimo de verme, pero también pude leer en su rostro una sombra de curiosidad; quería saber por qué había ido a verlo. No me atosigó con preguntas, simplemente me dio un cálido abrazo y me aseguró que las puertas de su casa estarían siempre abiertas para mí.

Mientras cenábamos, con la voz monótona y desprovista de emoción con la que me había acostumbrado a hablar, le conté mi problema. Le dije que llevaba meses sin soñar, que dormía sin descansar y que nada conseguía arrancarme una sonrisa. Asintió un par de veces para sí mismo, como asimilando la noticia, sin armar ningún escándalo. No era aquel tipo de hombre. Me preguntó si conocía a alguien al que le hubiera pasado antes aquello, pero yo mismo me había informado y no había encontrado nada. Me aseguró que pediría cita en el neurólogo por mí, y que no debería preocuparme por nada, que estaba a salvo; pero yo no me sentía así. Ocupé la antigua cama de mi padre. Me sentía como un intruso tumbado en aquella pequeña habitación de gruesas paredes que desprendían un vago olor a cal, pero supongo que estaba en mi derecho de usarlas. Si mi padre había renunciado a ellas –y, de paso, a mí- era asunto suyo. Extenuado como siempre, caí en un sueño sin sueño más. Uno más que añadir a la lista.

Tenía la cita con el doctor Márquez en tres días, así que busqué una forma de matar el tiempo. Me era imposible concentrarme y disfrutar de la música, y, aunque no había sido capaz de acabar un libro en meses, tenía la vaga esperanza de que algún libro de la enorme biblioteca de mi abuelo consiguiera cautivarme. Me planté frente a la imponente pared recubierta de macizas estanterías de madera y me zambullí entre los numerosos títulos. Posé la mano sobre el estante y comencé a andar, arrastrando las yemas de los dedos sobre las cubiertas, buscando alguna que me sugiriera algo. De repente, sentí un dolor agudo en la mano. Instintivamente, me llevé el dedo índice a la boca, y sentí el gusto férreo de la sangre. Me había cortado con un libro de un tamaño superior al normal, con la cubierta de cuero oscuro deslustrada, sin título alguno. Mientras lo sostenía en la mano, todavía manchada de sangre, sentí un cosquilleo por todo el cuerpo. Algo me decía que debía leer aquel libro, pero, a la vez, una parte de mí mismo me gritaba que lo dejara todo y que huyera, lo más rápido posible, lejos de aquel oscuro tomo. Me sobrepuse, me senté en una mullida butaca de color granate situada junto al alféizar, y lo abrí.

Era una antología de cuentos populares de moraleja obvia y estructura simple, todos bastante parecidos entre ellos. No me llamaban la atención especialmente, y el aburrimiento que ya me era familiar no me abandonó durante las primeras trescientas páginas, hasta que comencé la historia de las sombras negras. El estilo de este cuento era totalmente diferente a los anteriores. Sin dejar de ser  sencillo, su estilo era elegante y sobrio y la elección del léxico era sorprendentemente exacta, pero, lo que de verdad me sorprendió fue el argumento. Narraba la historia de una pequeña aldea situada en lo alto de los Alpes alemanes. Al principio, se trataba de un lugar alegre, en el que abundaban las fiestas y los bailes. La escasa población trabajaba duro pero era feliz, pues los protegían los guardianes del bosque, dos deidades de sexo opuesto a las que se encomendaban los aldeanos. Ellos los habían creado a partir de musgo y rocas y los habían dotado de conocimiento y emociones. Sin embargo, por alguna razón, los dioses fundadores se marcharon, y el pueblo quedó a merced de los espíritus malignos.

Al leer esta parte, no pude evitar establecer un paralelismo entre aquellos dioses ausentes y mis propios padres, que me abandonaron al nacer y se esfumaron.

La historia continuaba con la aparición de las sombras negras, unos espíritus malvados hechos de oscuridad y rencor puros que se estiraban o encogían a voluntad para adaptarse al recipiente que los contenía. Se aprovecharon de la ausencia de los protectores, y aparecieron mientras la aldea dormía profundamente. Tras acechar a sus víctimas unos instantes, les sorbían los sueños a través de la boca entreabierta.

A partir de entonces, las fiestas ya no fueron tan alegres, ni la música tan agradable, ni el vino tan dulce. No solo eso, la propia esencia de los habitantes comenzó a cambiar. Ya no les apetecían aquellas cosas, tan solo querían cumplir con el estricto horario que se imponían y volver a casa para dormir, sin llegar nunca a descansar realmente. Tan solo un niño, Sigfrido, se dio cuenta de que algo iba mal. Siempre había sido un joven avispado y de imaginación muy despierta, pero hacía semanas que no soñaba, y ya no era capaz de inventar juegos con la misma facilidad que antes. No le gustaba aquello, y se propuso llegar al fondo del asunto. Aquella noche, mientras dormía junto a su hermana Hannah, se despertó sobresaltado y cubierto en sudor, como si hubiera tenido una pesadilla, lo que era imposible, porque ya no soñaba. Se giró para abrazar a su hermana, pero lo que vio lo paralizó de terror; a un par de centímetros del níveo rostro de la niña se encontraba una masa que parecía estar hecha de un humo más negro que la más oscura de las noches sorbiendo unos filamentos dorados que surgían de la boca entreabierta de la pequeña. Sigfrido ahogó un grito, y la criatura se interrumpió para girarse y mirarlo con unos ojos, bueno, más bien dos vacíos aterradores que hicieron que se sintiera mareado y se desmayara. Cuando despertó, se sentía pesado y cansado, como siempre últimamente, pero esta vez recordaba lo que creía que había sido un sueño, el de aquella penumbra oscura de ojos huecos.

Y hasta ahí pude leer. Alguien había arrancado las últimas cinco páginas del cuento. Me sentí increíblemente frustrado. Aquella historia era mucho más de lo que parecía. ¿Quiénes eran aquellas sombras negras y por qué yo sufría los mismos síntomas que los aldeanos? Odiaba las preguntas sin respuesta.



Dos días después, mi abuelo me llevó en su estrepitosa furgoneta al neurólogo, que ejercía en una ciudad que se encontraba a unas dos horas. Por mucho que lo intentara, no fui capaz de mantener una conversación durante el viaje. No quería hacer que la única persona que me había cuidado se sintiera incómoda, pero por mucho que me estrujara los sesos, mi mente no lograba ir más allá de la serpenteante e infinita sucesión de asfalto gris que se extendía ante nosotros. Estaba seco por dentro.

La visita duró unas cinco horas. Tras explicar mis síntomas, me colocaron unos electrodos impregnados de un gel frío en la sien y me pidieron que intentara dormirme. No fue nada difícil, pues la pesadez con la que me desperté el primer día en que no soñé se había instalado en mi cuerpo, calando hasta lo más hondo de mis huesos y atravesándome el corazón. Cuando desperté, ya tenían los resultados; mi actividad cerebral era completamente normal. No había ningún problema, aparentemente. De todas formas, me recomendaron ir al psicólogo, pues tal vez todo tuviera una raíz diferente. Pero, por mucho que dijeran, supe que aquello significaba que los médicos no tenían solución. Sorprendiéndome a mí mismo, no me contrarié, solo me apetecía dar media vuelta y seguir durmiendo, sin despertarme, para siempre, como si estuviera congelado.

Tampoco hablamos en el viaje de vuelta, pero mi abuelo no paró de morderse el labio inferior y mirarme con preocupación, incluso colocó su amplia mano sobre mi omóplato queriendo reconfortarme, pero rehuí su contacto.

Cuando llegamos, le dije que mi estancia allí ya no tenía sentido. Había perdido toda esperanza de volver a ser quien era, así que no había razón para no volver a mi cuadriculada vida en la ciudad, rodeado de gruesos muros de hormigón, de viajes en metro a ninguna parte y de triste y desoladora realidad. Comencé a recoger mis cosas, y vi aquel extraño libro junto a mi cama. No recordaba haberlo dejado ahí, pero no le di importancia, por muy curiosa que fuera la historia, y por mucho que se pareciera a mí, no dejaba de ser una historia sin final. Odio las historias sin final. Le eché un último vistazo calculador antes de cogerlo y embutirlo en la maleta –por si acaso. Fue entonces cuando entró mi abuelo. Parecía alicaído y, con el semblante grave y la voz tranquila, me pidió que me sentara. Asintió para sí mismo un par de veces mientras se frotaba las manos, como hacía antes de hablar de algo serio. Nervioso, continuó:

-No sé cómo decirte esto. Me siento culpable, y sé que lo que he hecho no está bien, pero solo intentaba protegerte. No quería que te fueras, como tu padre.

Esto último lo dijo con apenas un hilo de voz, pero lo escuché como si alguien lo gritara dentro de mí. Mi padre… Todo aquello tenía que ver con mi padre… No sabía qué había hecho, pero mi padre tenía la culpa. Ajeno a mi agitación interna y centrado en la suya, mi abuelo siguió:     -Cuando tu padre tenía tu edad, tu abuela murió, y, meses después, dejó embarazada a tu madre. Desde entonces comenzó a actuar de forma extraña, como si le hubieran quitado la alegría. Estaba más cansado y, sin previo aviso, su talento para tocar la guitarra simplemente se esfumó. Supuse que haber perdido a su madre poco tiempo atrás e ir a tener un hijo era más de lo que una persona podía soportar, pero una noche vino junto a mi cama y me contó lo que le pasaba realmente. Llevaba meses sin soñar, y ya no era capaz de disfrutar las cosas, como si se hubiera quedado vacío. Al principio, él también lo había achacado a la terrible pérdida y al niño que estaba por venir, pero después comenzó el libro. El mismo libro que acabas de guardar en tu maleta.

Añadiendo más interrogantes imposibles de resolver, comprendí que a mi padre le había pasado lo mismo. Sorprendido como estaba, abrí y cerré la boca varias veces, buscando unas palabras que no vinieron. Mi abuelo carraspeó, se levantó y, mientras me lanzaba un fajo de unas cinco hojas amarillentas y desgastadas pertenecientes al libro, dijo:

-Ahora que lo sabes, puedes leer esto. Las arranqué yo mismo porque temía que tú también te fueras, intentado huir de lo que no se puede escapar. Lo siento.

Sin ni siquiera responder, comencé a leer. Conforme fui avanzando, comprendí lo que nos había pasado y qué debía hacer.

El pequeño Sigfrido intentó olvidarse de la sombra negra, pero fue incapaz. El recuerdo de aquel ser sobre su hermana lo perseguía y le impedía actuar con normalidad. Comprendió que era real, y que los filamentos dorados que devoraba la criatura eran los sueños de su hermana. Por eso todo el pueblo actuaba tan raro: ya no tenían sueños, ni imaginación, y se estaban quedando vacíos, sin sentimientos. Decidió que había que pararlas, así que aquella noche venció el fortísimo cansancio que lo atosigaba y se hizo el dormido hasta la medianoche, cuando sintió la presencia de las sombras. Haciendo acopio de ese tipo de valor que tan solo un niño puede mostrar, se abalanzó sobre el espíritu malvado que se encontraba sobre Hannah, interrumpiendo el tráfico de hilos dorados que viajaban desde la boca de su hermana, profundamente dormida, hacia la de la sombra. El ente se giró, sorprendido, hacia el niño, y, tras convulsionarse, comenzó a vomitar sueños mientras iba encogiendo cada vez más. Cuando fue del tamaño de un guisante habló con una voz que sonó directamente en la cabeza del pequeño “No puedes derrotarnos, por mucho que luches. Somos vosotros, nacemos de vuestra inseguridad, de vuestros miedos. Aparecemos allí donde alguien se siente abandonado.” Sobrecogido por la voz, Sigfrido se volvió a desmayar, y, al día siguiente, después de que le sorbieran todos sus sueños, no recordó nada y, como una oveja más del ganado, se convirtió en otra persona anodina más dentro de la homogénea masa de gente aburrida en la que se había trasformado su aldea.

Así acababa la historia. Sin rastro de esperanza. El pueblo de Sigfrido había sido abandonado por sus dioses, mi padre se sintió abandonado cuando murió mi madre, y  yo le guardaba rencor por haberse ido, así que también me atacaron a mí. No estaba bien, no era justo. Por su culpa había perdido toda oportunidad de ser feliz, pero yo no iba a irme como lo hizo él. Iba a afrontar el problema, y el problema era que no quería vivir así. Con una resolución de la que me consideraba incapaz, garabateé una nota de despedida para mi abuelo que acabé con “La vida es sueño, y yo ya no puedo soñar.”

Hice un nudo con las sábanas, até un extremo al techo y me pasé el otro, con forma de lazo, por la cabeza ayudándome de una silla. Tras comprobar que estaba bien sujeto, le di una patada a la silla para acabar con todo, para poder cerrar los ojos y descansar, por fin, de verdad.

Mientras mi vida se escapaba lentamente, como se escapa el agua entre los dedos de alguien que la intenta retener, abrió la puerta mi abuelo, y, tras asimilar lo que estaba pasando, profirió un grito que no llegué a escuchar, pues todo lo que vi fue su mirada de tristeza y el mudo reproche de abandono que me dirigió. Lo había abandonado, con todo lo que conllevaba.


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