miércoles, 17 de julio de 2013

La música del olvido



17/06/2012
Hola, soy Cristian. Bueno, eso dicen. Me han pedido que escriba todo lo que pienso. Me ayudará a recordar cosas. O eso es lo que me han contado.
No sé si creérmelo, pero al menos me servirá para, poco a poco, poner un poco de orden en mi cabeza. Es todo tan confuso…
En fin, el caso es que soy Cristian –mierda, eso ya lo he dicho- tengo 17 años, y hace un mes perdí la memoria. Joder, no puedo hacerlo. Que le den.

20/08/2012
Vale, ya han pasado tres meses y creo que puedo escribirlo todo con un mayor grado de perspectiva.
Desperté en la camilla de un hospital, rodeado de gente que no conocía, de rostros expectantes y ojos llorosos, que, a modo de figuras de un Belén, me observaban, inmóviles. Intenté incorporarme, pero en cuanto me moví un poco, el cálido abrazo de una mujer que desprendía un leve olor a lavanda mezclado con sudor me oprimió el cuello a la vez que la aguda voz de una niña estallaba en una retahíla de “¡Estás bien, Cris, estás bien!”. Me sentía desorientado, aletargado, estaba demasiado desconcertado para comprender nada. Me separé de aquella efusiva mujer con un brusco ademán e, intentando pensar con claridad, les pregunté quiénes eran.
El estallido de alegría que había supuesto mi despertar se esfumó con la misma rapidez con la que había venido, y aquellas personas, de nuevo, volvieron a congelarse durante unos instantes, hasta que, la misma señora que me había abrazado, me dio una bofetada en la que imprimió toda su desesperación. “¿Cómo que quién soy? ¡Soy tu madre! ¡La persona que te trajo al mundo! ¡No te atrevas! No te atrevas, ni por un solo momento, a haber…” Un entrecortado sollozo le impidió continuar. Fue entonces cuando las otras dos personas en la habitación reaccionaron: la niña se sentó en la cama en la que me encontraba y me oprimió el brazo con dulzura, mientras el hombre envolvió a quien decía ser mi madre en un abrazo protector, mientras sus ojos me miraban, inquisitivos. “El médico comentó que podría pasar” dijo. Por alguna razón, su voz ronca y grave me tranquilizó. Comenzaba a atar cabos, y, finalmente, reuní el valor necesario para preguntar “¿Qué es lo que podría pasar?”. Fue la niña la que continuó “que perdieras la memoria tras el accidente”, “¿de verdad no sabes quiénes somos?”. Ante mi negativa, su semblante se ensombreció y agachó la cabeza, abatida.

Así fue cómo descubrí que lo había olvidado todo. 17 años de mi vida se habían esfumado completamente, como una bocanada de humo que asciende en el aire dibujando caprichosas volutas. Había salido con mis amigos –aunque tal vez debería decir “sus amigos”-  para ir a la playa. Una parte de la montaña rocosa se adentraba en el mar, creando un lugar desde el que lanzarse al agua. Pensando que sería divertido, salté  -o saltó, aún no lo tengo muy claro.- Lo que sí que sé es que salió mal y el golpe contra el peñasco hizo que acabara en el hospital y que perdiera la memoria. De repente yo… yo ya no era yo.

Tras unos días, me dieron el alta en el hospital a cambio de que acudiera a rehabilitación y terapia con regularidad. Por fin volví a “casa”. Ahí estaba yo, en “mi habitación”, que percibía como si fuera de otra persona. Había un piano eléctrico adornando una esquina, un gran armario repleto de ropa de marca y una cama de matrimonio de estilo japonés a ras de suelo. Era extraño, aunque podía convivir con aquello, pero las fotos… Las fotos eran horribles. Imágenes de aquella persona que tenía mi cuerpo pero no era yo me sonreían desde las paredes, haciendo todas aquellas cosas que ya no podía hacer. Me había vuelto un inútil.
La primera noche fue la peor. Intentaba dormir, pero no conseguía más que dar vueltas en aquella enorme cama, en la que me sentía como un intruso, y, haciéndolo más incómodo, las fotos seguían mirándome. Notaba cómo sus ojos seguían mis movimientos, cómo adquirían matices acusadores y me juzgaban por haber destruido la persona que eran. Comencé a llorar, fue demasiado. Me erguí y, abrazándome las rodillas, comprendí que me daba miedo no estar a la altura de la persona que había sido, y que aquel accidente se llevó con la misma violencia con la que las olas del mar embravecido chocan contra las orgullosas rocas del espigón. Paré de pensar, me dejé llevar, me rendí al torrente de emociones que se agolpaban en mi pecho y pugnaban por salir. Cuando mi hermana me encontró, estaba tirado en el suelo con la mirada perdida, rodeado de pedazos de fotos destrozadas y quemadas. A partir de entonces, comenzó a dormir conmigo.

Mis padres intentaban no dejarme solo mucho tiempo, y aunque sé que lo hacían por mi bien, era frustrante. Descubrí que era -bueno, había sido- un talentoso pianista, y que llevaba tocando aquel instrumento desde los cinco años. Mi sueño - he decidido considerar que somos la misma persona (al menos para escribir; lo hace más sencillo) - era convertirme en concertista. De nuevo, una cosa más que no podría hacer, otro sueño roto que se unía a la ya descorazonadora lista. Me entristeció ver las expresiones de decepción de mi familia cuando me senté frente al piano, posé los dedos sobre sus frías e inertes teclas y fui incapaz de sacar ningún sonido que se pareciese lo más remotamente a una obra.
Ese mismo día, llamaron a la puerta. Como de costumbre, estaba tumbado en la cama, intentando recordar algo, a la vez que repetía incansablemente los ejercicios que me habían enseñado para recuperar mis habilidades. Entró Alba, mi hermana, con una sonrisa que le iluminaba la mirada y me comunicó que era Juanfran, mi amigo. Por alguna razón, me puse nervioso. Sabía que había tenido amigos, pero aún no me había reencontrado con ninguno. Me levanté de la cama a la vez que un joven de ojos verdes y pelo negro peinado en una cresta al estilo punk entró en mi habitación.
“Hey”, dijo. “¿Cómo vas, Cris?” Su mirada era límpida, inocente, diferente a las que me habían dirigido los miembros de mi familia, que transmitían una mezcla de incomodidad y expectación, tal vez producida por el choque que debe suponer sentir que alguien a quien conocías ya no es la misma persona, y ni siquiera te recuerda. Juanfran se tiró en la cama, tumbado cuan largo era, con una comodidad y naturalidad que me hicieron preguntarme cuántas veces habría repetido el mismo gesto con “el antiguo Cristian”.
Al principio, aunque intenté ser amable y agradable,  se notaba que me estaba forzando. No soy buen actor. Pero, paulatinamente, el sentimiento de recelo que prácticamente no me había abandonado desde que desperté en el hospital comenzó a desaparecer, y hablamos con más confianza. Sin saber por qué, tenía la sensación de que podía confesarle cualquier cosa, y, haciendo acopio del valor necesario para expresarlo en voz alta, dije “¿Sabes? Creo que tengo miedo. No de lo que supone tener que volver a aprenderlo todo desde cero, como si fuera un niño. Eso no me importa, pero me aterroriza no estar a la altura de mí mismo, de la persona que era. Es como si… ¡Ugh! Se me dan fatal las palabras; esa es la mejor descripción que puedo hacer. Sé que la persona con la que hablas ahora no es el mismo amigo con el que salías.” Juanfran esbozó una media sonrisa burlona y, poniéndome una mano sobre el hombro, me respondió “Mira, no sé si de verdad has cambiado, pero sí que es verdad que se te siguen dando fatal las palabras.”
Aquella afirmación, aquel defecto compartido conmigo mismo, pero, ante todo, aquella forma tan familiar de tratarme, me ayudaron más que todos los días de terapia.
De mucho mejor humor ya, asentí y sonreí, y le pedí que me contara cosas sobre el resto de nuestros amigos y nuestras anécdotas.

Siguiendo el estricto horario marcado por la rehabilitación, las visitas de Juanfran –a las que se sumaron las de varios otros conocidos- y los libros que devoraba con voracidad, pasaron las semanas. Seguía sintiéndome terriblemente desorientado, pero mi actitud había cambiado; quería aprender todo lo posible y volver a ser una persona normal que no tiene que ir siempre acompañada cuando sale de casa. Mi estantería estaba repleta de libros, algunos ya ajados y amarillentos del uso, otros nuevos y todavía con ese olor tan peculiar que tan solo los amantes de la lectura aprecian como se merece, pero todos tenían en su interior un nuevo y apasionante mundo. Uno tras otro, sin seguir ningún orden en particular, fueron cayendo en mis ávidas manos, que recorrían sus páginas con la fascinación de un lector novel, ante el cual se abre un universo de posibilidades y placeres. Durante una de mis lecturas, tropecé con una frase que atesoré con especial cariño: “Un lector vive mil vidas antes de morir, el que no lee, solo una”, por un tal Jojen Reed. La verdad es que todavía no sé quién es, pero desde aquí le agradezco el apoyo que supuso aquella oración. Un lector vive mil vidas… Tal vez yo no necesitaba vivir tantas, pero sí que anhelaba con todo mi ser recuperar la que se me había arrebatado. Confiaba en que la lectura me ayudara a recuperar una parte de aquello que había perdido, y, por el momento, funcionaba.
Entre mis libros preferidos se encontraban Momo, Crimen y Castigo y El Principito. También leía con especial afecto a Haruki Murakami y a Albert Camus, ambos creadores de obras que reflejan la esencia de la soledad humana. Pero no fue hasta que leí Hamlet que realmente reflexioné sobre las personas y lo que necesitamos. En uno de sus monólogos, Hamlet me llevó a una zona lo suficientemente alejada de la realidad que, junto a mi nueva aislación de la sociedad me permitieron filosofar sobre la tristeza humana, y descubrí que nos gusta sufrir. Esa es la terrible verdad. No tan solo nos encanta; lo necesitamos. Necesitamos culpar al sufrimiento nacido de los problemas y fingir que no somos felices por su culpa, cuando lo que pasa es que no nos atrevemos si quiera a pensar la verdad: que nos aburrimos soberanamente. Siendo los únicos ciegos que no quieren ver, utilizamos esta pantomima para distraernos de nuestras vidas grises, monótonas, llenas de días que no son más que copias del anterior. Nos aferramos a cualquier  excusa que nos permite ignorar lo mucho que nos hastiamos con lo que esperamos que sea fuerza suficiente para poder rechazar la fuente real de la desdicha. A raíz de este pensamiento, me sometí a un examen de conciencia.
Ahora que no tenía memoria, veía las cosas con perspectiva, comprendía la realidad. Pero, ¿de verdad no era yo uno más, sumido en la rutina, siguiendo las pautas que se me daban con pasiva obediencia? ¿De verdad luchaba por lo que quería, o me había hundido en una pegajosa y uniforme masa de autocompasión? Por mucho que me pesara, la respuesta a ambas preguntas era sí.

Me encontraba con Juanfran en el jardín cuando comenzó a sonar una melodía. De repente fui dolorosamente consciente de que todavía no había escuchado nada de música. Por mucho que me hubiera esforzado en leer todo lo posible, no me había molestado si quiera en escuchar uno de los numerosos discos de música clásica que yacían abandonados en mi habitación. Ni había pensado sobre ello. Mis padres me habían dicho que mi gran sueño era convertirme en concertista de piano, pero como todo lo relacionado con mi vida anterior al accidente, me sonaba distante y lejano. Pero aquella obra… Aquella melodía me golpeó con una dulce y suave fuerza que tuvo en mí un efecto mucho mayor que cualquier otro estímulo que a mis terapeutas se les pudiera ocurrir. Durante unos instantes, me quedé congelado. Mi cuerpo no respondía, tan solo mis oídos parecían funcionar. Me sentía extremadamente ligero e inalcanzable. Disfrutaba de aquella melodía, la acariciaba, la sentía, la hacía mía y me hacía suyo. Era extrañamente familiar, pero nueva y refrescante a la vez… Como ya he dicho antes, las palabras no son lo mío. Cuando fui capaz de reaccionar, me adentré corriendo en la casa y busqué la fuente del sonido. Parecía venir de mi habitación, tal vez aquel era el sonido del piano que durante las últimas semanas se había limitado a coger polvo, impertérrito, en un rincón de la estancia. Pese a mi suposición, cuando entré como un huracán, la butaca del piano se encontraba vacía. Dirigí mi vista hacia ambos lados y descubrí a Alba tumbada en la cama, con los ojos cerrados y la caja de un disco en la mano.

Más nervioso de lo que me gustaría reconocer, le pregunté qué era aquello. Sorprendida, tardó un momento en reaccionar y señalar el reproductor de discos.
-Eres tú.- Me dijo.- Es Ballade 1, de Chopin. Lo grabaste hace un par de años.
Cuando comprendí lo que aquello significaba, respiré hondo y sentí cómo las lágrimas comenzaban a cubrir mis ojos. Yo había hecho aquello. Yo había reproducido aquella preciosa melodía sin más que las teclas de un piano y mi propio esfuerzo y talento. Todavía un tanto atónito por la belleza de la música, le pedí que me dejara solo un momento.
Cuando, con un movimiento grácil y elegante, su pequeña silueta desapareció y cerró la puerta tras sí, me acerqué a la pila de discos, muchos de ellos interpretados por mí mismo, de que disponía. Los acaricié con las yemas de los dedos, percibiendo su lento despertar, la dulce forma en que salían de su letargo. O tal vez era yo el que realmente despertaba. Me reconocían, estaba seguro. Siguiendo un impulso, cogí uno que contenía diversas obras de Beethoven. Miré la contraportada y leí sus nombres, y aunque no fui capaz de reconocer ninguna, sus nombres me susurraron al oído. Cuando lo abrí, cayó una hoja de libreta escrita con una caligrafía apretada y caótica, que reconocí como la mía. Decía lo siguiente:

Hoy nos ha preguntado un profesor si alguna vez hemos estado enamorados. Pensaba que tenía muy clara la respuesta, nunca he tenido novia, ni siquiera considero que sea una idea atractiva, pero cuando los demás han comenzado a describir el amor, me he dado cuenta. De repente lo he visto. Pensaba que nunca había estado enamorado porque siempre lo he estado, desde la primera vez en que me topé con ella. Le pertenezco completamente, y a ella le dedicaré mi vida. Estoy perdida y locamente enamorado de la música. Siempre ha estado ahí para mí. La música es ese único amigo que nunca me abandona. Ese espejo que me refleja y me completa. En ella me puedo apoyar cuando siento que todo lo demás me falla. La música es eterna. No se limita a deleitar mis oídos, va mucho más allá. Sus acordes penetran en mi pecho, sus melodías me inundan de sensaciones, me recuerdan, como correr bajo la lluvia, como reír hasta quedarme sin aliento, que estoy vivo. Que un corazón cálido, lleno de energía y emociones, late dentro de mí.

No había duda, yo había escrito aquello. Yo había amado la música más de lo que podía expresar con palabras. No. Yo todavía la amaba, comprendí. Había perdido la memoria, ¿y qué? No pensaba darme por vencido. Iba a seguir adelante y conseguir aquello para lo que había vivido. Iba a luchar. Ya no por parecerme al antiguo Cristian, sino para dar lo mejor de mí.

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