17/06/2012
Hola, soy
Cristian. Bueno, eso dicen. Me han pedido que escriba todo lo que pienso. Me
ayudará a recordar cosas. O eso es lo que me han contado.
No sé si
creérmelo, pero al menos me servirá para, poco a poco, poner un poco de orden
en mi cabeza. Es todo tan confuso…
En fin, el
caso es que soy Cristian –mierda, eso ya lo he dicho- tengo 17 años, y hace un
mes perdí la memoria. Joder, no puedo hacerlo. Que le den.
20/08/2012
Vale, ya han
pasado tres meses y creo que puedo escribirlo todo con un mayor grado de
perspectiva.
Desperté en
la camilla de un hospital, rodeado de gente que no conocía, de rostros
expectantes y ojos llorosos, que, a modo de figuras de un Belén, me observaban,
inmóviles. Intenté incorporarme, pero en cuanto me moví un poco, el cálido
abrazo de una mujer que desprendía un leve olor a lavanda mezclado con sudor me
oprimió el cuello a la vez que la aguda voz de una niña estallaba en una
retahíla de “¡Estás bien, Cris, estás bien!”. Me sentía desorientado, aletargado,
estaba demasiado desconcertado para comprender nada. Me separé de aquella
efusiva mujer con un brusco ademán e, intentando pensar con claridad, les
pregunté quiénes eran.
El estallido
de alegría que había supuesto mi despertar se esfumó con la misma rapidez con la
que había venido, y aquellas personas, de nuevo, volvieron a congelarse durante
unos instantes, hasta que, la misma señora que me había abrazado, me dio una
bofetada en la que imprimió toda su desesperación. “¿Cómo que quién soy? ¡Soy
tu madre! ¡La persona que te trajo al mundo! ¡No te atrevas! No te atrevas, ni
por un solo momento, a haber…” Un entrecortado sollozo le impidió continuar.
Fue entonces cuando las otras dos personas en la habitación reaccionaron: la
niña se sentó en la cama en la que me encontraba y me oprimió el brazo con
dulzura, mientras el hombre envolvió a quien decía ser mi madre en un abrazo
protector, mientras sus ojos me miraban, inquisitivos. “El médico comentó que
podría pasar” dijo. Por alguna razón, su voz ronca y grave me tranquilizó.
Comenzaba a atar cabos, y, finalmente, reuní el valor necesario para preguntar
“¿Qué es lo que podría pasar?”. Fue la niña la que continuó “que perdieras la
memoria tras el accidente”, “¿de verdad no sabes quiénes somos?”. Ante mi
negativa, su semblante se ensombreció y agachó la cabeza, abatida.
Así fue cómo
descubrí que lo había olvidado todo. 17 años de mi vida se habían esfumado
completamente, como una bocanada de humo que asciende en el aire dibujando
caprichosas volutas. Había salido con mis amigos –aunque tal vez debería decir
“sus amigos”- para ir a la playa. Una
parte de la montaña rocosa se adentraba en el mar, creando un lugar desde el
que lanzarse al agua. Pensando que sería divertido, salté -o saltó, aún no lo tengo muy claro.- Lo que
sí que sé es que salió mal y el golpe contra el peñasco hizo que acabara en el
hospital y que perdiera la memoria. De repente yo… yo ya no era yo.
Tras unos
días, me dieron el alta en el hospital a cambio de que acudiera a rehabilitación
y terapia con regularidad. Por fin volví a “casa”. Ahí estaba yo, en “mi
habitación”, que percibía como si fuera de otra persona. Había un piano
eléctrico adornando una esquina, un gran armario repleto de ropa de marca y una
cama de matrimonio de estilo japonés a ras de suelo. Era extraño, aunque podía
convivir con aquello, pero las fotos… Las fotos eran horribles. Imágenes de
aquella persona que tenía mi cuerpo pero no era yo me sonreían desde las
paredes, haciendo todas aquellas cosas que ya no podía hacer. Me había vuelto
un inútil.
La primera
noche fue la peor. Intentaba dormir, pero no conseguía más que dar vueltas en
aquella enorme cama, en la que me sentía como un intruso, y, haciéndolo más
incómodo, las fotos seguían mirándome. Notaba cómo sus ojos seguían mis
movimientos, cómo adquirían matices acusadores y me juzgaban por haber
destruido la persona que eran. Comencé a llorar, fue demasiado. Me erguí y,
abrazándome las rodillas, comprendí que me daba miedo no estar a la altura de
la persona que había sido, y que aquel accidente se llevó con la misma
violencia con la que las olas del mar embravecido chocan contra las orgullosas
rocas del espigón. Paré de pensar, me dejé llevar, me rendí al torrente de
emociones que se agolpaban en mi pecho y pugnaban por salir. Cuando mi hermana
me encontró, estaba tirado en el suelo con la mirada perdida, rodeado de
pedazos de fotos destrozadas y quemadas. A partir de entonces, comenzó a dormir
conmigo.
Mis padres
intentaban no dejarme solo mucho tiempo, y aunque sé que lo hacían por mi bien,
era frustrante. Descubrí que era -bueno, había sido- un talentoso pianista, y
que llevaba tocando aquel instrumento desde los cinco años. Mi sueño - he
decidido considerar que somos la misma persona (al menos para escribir; lo hace
más sencillo) - era convertirme en concertista. De nuevo, una cosa más que no
podría hacer, otro sueño roto que se unía a la ya descorazonadora lista. Me
entristeció ver las expresiones de decepción de mi familia cuando me senté
frente al piano, posé los dedos sobre sus frías e inertes teclas y fui incapaz
de sacar ningún sonido que se pareciese lo más remotamente a una obra.
Ese mismo
día, llamaron a la puerta. Como de costumbre, estaba tumbado en la cama,
intentando recordar algo, a la vez que repetía incansablemente los ejercicios
que me habían enseñado para recuperar mis habilidades. Entró Alba, mi hermana,
con una sonrisa que le iluminaba la mirada y me comunicó que era Juanfran, mi
amigo. Por alguna razón, me puse nervioso. Sabía que había tenido amigos, pero
aún no me había reencontrado con ninguno. Me levanté de la cama a la vez que un
joven de ojos verdes y pelo negro peinado en una cresta al estilo punk entró en
mi habitación.
“Hey”, dijo.
“¿Cómo vas, Cris?” Su mirada era límpida, inocente, diferente a las que me
habían dirigido los miembros de mi familia, que transmitían una mezcla de
incomodidad y expectación, tal vez producida por el choque que debe suponer sentir
que alguien a quien conocías ya no es la misma persona, y ni siquiera te
recuerda. Juanfran se tiró en la cama, tumbado cuan largo era, con una
comodidad y naturalidad que me hicieron preguntarme cuántas veces habría
repetido el mismo gesto con “el antiguo Cristian”.
Al
principio, aunque intenté ser amable y agradable, se notaba que me estaba forzando. No soy buen
actor. Pero, paulatinamente, el sentimiento de recelo que prácticamente no me
había abandonado desde que desperté en el hospital comenzó a desaparecer, y
hablamos con más confianza. Sin saber por qué, tenía la sensación de que podía
confesarle cualquier cosa, y, haciendo acopio del valor necesario para
expresarlo en voz alta, dije “¿Sabes? Creo que tengo miedo. No de lo que supone
tener que volver a aprenderlo todo desde cero, como si fuera un niño. Eso no me
importa, pero me aterroriza no estar a la altura de mí mismo, de la persona que
era. Es como si… ¡Ugh! Se me dan fatal las palabras; esa es la mejor
descripción que puedo hacer. Sé que la persona con la que hablas ahora no es el
mismo amigo con el que salías.” Juanfran esbozó una media sonrisa burlona y,
poniéndome una mano sobre el hombro, me respondió “Mira, no sé si de verdad has
cambiado, pero sí que es verdad que se te siguen dando fatal las palabras.”
Aquella
afirmación, aquel defecto compartido conmigo mismo, pero, ante todo, aquella
forma tan familiar de tratarme, me ayudaron más que todos los días de terapia.
De mucho
mejor humor ya, asentí y sonreí, y le pedí que me contara cosas sobre el resto
de nuestros amigos y nuestras anécdotas.
Siguiendo el
estricto horario marcado por la rehabilitación, las visitas de Juanfran –a las
que se sumaron las de varios otros conocidos- y los libros que devoraba con
voracidad, pasaron las semanas. Seguía sintiéndome terriblemente desorientado,
pero mi actitud había cambiado; quería aprender todo lo posible y volver a ser
una persona normal que no tiene que ir siempre acompañada cuando sale de casa. Mi
estantería estaba repleta de libros, algunos ya ajados y amarillentos del uso,
otros nuevos y todavía con ese olor tan peculiar que tan solo los amantes de la
lectura aprecian como se merece, pero todos tenían en su interior un nuevo y
apasionante mundo. Uno tras otro, sin seguir ningún orden en particular, fueron
cayendo en mis ávidas manos, que recorrían sus páginas con la fascinación de un
lector novel, ante el cual se abre un universo de posibilidades y placeres. Durante
una de mis lecturas, tropecé con una frase que atesoré con especial cariño: “Un
lector vive mil vidas antes de morir, el que no lee, solo una”, por un tal
Jojen Reed. La verdad es que todavía no sé quién es, pero desde aquí le
agradezco el apoyo que supuso aquella oración. Un lector vive mil vidas… Tal
vez yo no necesitaba vivir tantas, pero sí que anhelaba con todo mi ser
recuperar la que se me había arrebatado. Confiaba en que la lectura me ayudara
a recuperar una parte de aquello que había perdido, y, por el momento,
funcionaba.
Entre mis
libros preferidos se encontraban Momo, Crimen
y Castigo y El Principito. También
leía con especial afecto a Haruki Murakami y a Albert Camus, ambos creadores de
obras que reflejan la esencia de la soledad humana. Pero no fue hasta que leí Hamlet que realmente reflexioné sobre
las personas y lo que necesitamos. En uno de sus monólogos, Hamlet me llevó a
una zona lo suficientemente alejada de la realidad que, junto a mi nueva
aislación de la sociedad me permitieron filosofar sobre la tristeza humana, y
descubrí que nos gusta sufrir. Esa es la terrible verdad. No tan solo nos encanta; lo
necesitamos. Necesitamos culpar al sufrimiento nacido de los problemas y fingir
que no somos felices por su culpa, cuando lo que pasa es que no nos atrevemos
si quiera a pensar la verdad: que nos aburrimos soberanamente. Siendo los
únicos ciegos que no quieren ver, utilizamos esta pantomima para distraernos de
nuestras vidas grises, monótonas, llenas de días que no son más que copias del
anterior. Nos aferramos a cualquier excusa
que nos permite ignorar lo mucho que nos hastiamos con lo que esperamos que sea
fuerza suficiente para poder rechazar la fuente real de la desdicha. A raíz de
este pensamiento, me sometí a un examen de conciencia.
Ahora que no
tenía memoria, veía las cosas con perspectiva, comprendía la realidad. Pero,
¿de verdad no era yo uno más, sumido en la rutina, siguiendo las pautas que se
me daban con pasiva obediencia? ¿De verdad luchaba por lo que quería, o me
había hundido en una pegajosa y uniforme masa de autocompasión? Por mucho que
me pesara, la respuesta a ambas preguntas era sí.
Me
encontraba con Juanfran en el jardín cuando comenzó a sonar una melodía. De
repente fui dolorosamente consciente de que todavía no había escuchado nada de
música. Por mucho que me hubiera esforzado en leer todo lo posible, no me había
molestado si quiera en escuchar uno de los numerosos discos de música clásica
que yacían abandonados en mi habitación. Ni había pensado sobre ello. Mis
padres me habían dicho que mi gran sueño era convertirme en concertista de
piano, pero como todo lo relacionado con mi vida anterior al accidente, me
sonaba distante y lejano. Pero aquella obra… Aquella melodía me golpeó con una
dulce y suave fuerza que tuvo en mí un efecto mucho mayor que cualquier otro
estímulo que a mis terapeutas se les pudiera ocurrir. Durante unos instantes,
me quedé congelado. Mi cuerpo no respondía, tan solo mis oídos parecían
funcionar. Me sentía extremadamente ligero e inalcanzable. Disfrutaba de
aquella melodía, la acariciaba, la sentía, la hacía mía y me hacía suyo. Era
extrañamente familiar, pero nueva y refrescante a la vez… Como ya he dicho
antes, las palabras no son lo mío. Cuando fui capaz de reaccionar, me adentré
corriendo en la casa y busqué la fuente del sonido. Parecía venir de mi
habitación, tal vez aquel era el sonido del piano que durante las últimas
semanas se había limitado a coger polvo, impertérrito, en un rincón de la
estancia. Pese a mi suposición, cuando entré como un huracán, la butaca del
piano se encontraba vacía. Dirigí mi vista hacia ambos lados y descubrí a Alba
tumbada en la cama, con los ojos cerrados y la caja de un disco en la mano.
Más nervioso
de lo que me gustaría reconocer, le pregunté qué era aquello. Sorprendida,
tardó un momento en reaccionar y señalar el reproductor de discos.
-Eres tú.-
Me dijo.- Es Ballade 1, de Chopin. Lo
grabaste hace un par de años.
Cuando
comprendí lo que aquello significaba, respiré hondo y sentí cómo las lágrimas
comenzaban a cubrir mis ojos. Yo había hecho aquello. Yo había reproducido
aquella preciosa melodía sin más que las teclas de un piano y mi propio
esfuerzo y talento. Todavía un tanto atónito por la belleza de la música, le
pedí que me dejara solo un momento.
Cuando, con
un movimiento grácil y elegante, su pequeña silueta desapareció y cerró la
puerta tras sí, me acerqué a la pila de discos, muchos de ellos interpretados
por mí mismo, de que disponía. Los acaricié con las yemas de los dedos,
percibiendo su lento despertar, la dulce forma en que salían de su letargo. O
tal vez era yo el que realmente despertaba. Me reconocían, estaba seguro.
Siguiendo un impulso, cogí uno que contenía diversas obras de Beethoven. Miré
la contraportada y leí sus nombres, y aunque no fui capaz de reconocer ninguna,
sus nombres me susurraron al oído. Cuando lo abrí, cayó una hoja de libreta
escrita con una caligrafía apretada y caótica, que reconocí como la mía. Decía
lo siguiente:
Hoy nos ha
preguntado un profesor si alguna vez hemos estado enamorados. Pensaba que tenía
muy clara la respuesta, nunca he tenido novia, ni siquiera considero que sea
una idea atractiva, pero cuando los demás han comenzado a describir el amor, me
he dado cuenta. De repente lo he visto. Pensaba que nunca había estado
enamorado porque siempre lo he estado, desde la primera vez en que me topé con
ella. Le pertenezco completamente, y a ella le dedicaré mi vida. Estoy perdida
y locamente enamorado de la música. Siempre ha estado ahí para mí. La música es
ese único amigo que nunca me abandona. Ese espejo que me refleja y me completa.
En ella me puedo apoyar cuando siento que todo lo demás me falla. La música es
eterna. No se limita a deleitar mis oídos, va mucho más allá. Sus acordes
penetran en mi pecho, sus melodías me inundan de sensaciones, me recuerdan,
como correr bajo la lluvia, como reír hasta quedarme sin aliento, que estoy
vivo. Que un corazón cálido, lleno de energía y emociones, late dentro de mí.
No había
duda, yo había escrito aquello. Yo había amado la música más de lo que podía
expresar con palabras. No. Yo todavía la amaba, comprendí. Había perdido la
memoria, ¿y qué? No pensaba darme por vencido. Iba a seguir adelante y
conseguir aquello para lo que había vivido. Iba a luchar. Ya no por parecerme al antiguo
Cristian, sino para dar lo mejor de mí.
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