domingo, 15 de marzo de 2015

El camino



Salgo de casa. A la izquierda. Mi estómago ruge, pero no puedo abrir la cesta: es para papá. Él también estará hambriento. Sigo el camino hasta pasar la higuera y giro a la derecha, junto al cactus. Mi sombra se alarga sobre la calzada, parece orgullosa, casi altiva. No tardará en ponerse el sol. He de darme prisa. Frente a la roca roja, tomo la senda que se desvía hacia la izquierda. Vislumbro el faro, erguido sobre el espigón. Papá está dentro. Le doy la cesta y un beso en la mejilla. He de volver. Se ha hecho oscuro ya. La penumbra envuelve todo aquello que abarca mi vista excepto las estrellas, que brillan, titilantes e indiferentes al mundo. La ausencia de luna convierte mis manos en dos fantasmagóricas entidades que se balancean a mis costados. No importa. Conozco el camino de memoria. A la izquierda en el cactus. Paso la higuera. Mi estómago ruge de nuevo. A la derecha. Entro en casa.


Mamá y mis hermanos me esperan, la mesa cuidadosamente servida, los platos escrupulosamente colocados, tratando de ocultar, avergonzados, la escasez de su contenido. Mamá adora la minuciosidad casi tanto como yo la odio. Mientras comemos, el alegre tintineo de los cubiertos contrasta con nuestros semblantes, curtidos por el sol y de mirada taciturna. Respiro hondo. Quiero decirlo, pero no sé cómo. Se enfadarán, pero es necesario. Me mira a los ojos. Lo digo. “Me voy a Francia a trabajar. El Flaco me ha conseguido un puesto en las viñas. El tren sale en tres días”. El alegre tintineo cesa, las miradas taciturnas no.


Salgo de casa. Al menos mamá no ha llorado. Siempre se le ha dado mejor el silencio que el llanto. Sé que le duele. A la izquierda. No quiere que me vaya. Tuvo suficiente cuando lo hizo Daniel. Sigo el camino hasta pasar la higuera y giro a la derecha, junto al cactus. No quiere que lo haga. Puede que yo tampoco, pero necesitamos el dinero. O eso es lo que me digo. Frente a la roca roja, tomo la senda que se desvía hacia la izquierda. Ahora ha de saberlo papá. El sol abrasa mi nuca perlada de sudor y hace que pensar sea difícil. Se lo agradezco en culpable silencio. Llego al faro. Papá lo entenderá mejor. Él también se ha ido. El faro, Francia… No son tan diferentes. Puede que los kilómetros no importen tanto como se cree. Agacho la mirada mientras le doy la noticia. Tengo una arruga en la falda. La aliso con las manos mientras alzo la vista. Asiente mientras acecha de reojo la cesta con la comida. Asiente de nuevo, tal vez incluso con decisión esta vez, y me da una palmada en el hombro. He de volver.

El atronador traqueteo del tren me aturde, pero no lo suficiente para no permitirme recordar. Han venido todos. Los penetrantes ojos negros de mis hermanos observan cómo me alejo de ellos y me acerco al tren. Los de Mamá siguen sin humedecerse. Sin embargo, sus manos sí retuercen el sombrero de felpa que oculta la calvicie de Papá los domingos en misa. Estamos a martes. Ya les he dado el último abrazo; ahora, la última mirada. Contemplo el conjunto que conforman. Una masa de la que no soy parte. Una amalgama de faldas, trajes, brazos, piernas... y ojos. Unos únicos ojos oscuros que gritan en silencio y que, inexpresivos, dicen sin hablar. Mamá es la primera en volverse. Tal vez debido al vapor del tren, tal vez a la distancia o tal vez debido al insoportable calor, me parece ver que, perlada y tímida, una lágrima se desliza por su morena tez. Descanso mi mejilla contra la ventana, deseando que el ensordecedor ruido desaparezca. A mi alrededor, a nadie parece importarle. Ya anhelo el silencio de mi camino. El paisaje exterior pierde su forma y comienza a difuminarse. No consigo enfocar un mismo árbol más de un par de segundos. Sigo el camino hasta pasar la higuera y giro a la derecha, junto al cactus. Consciente del largo viaje que me espera, saco cuidadosamente un libro de mi bolsa. “Apprendre le Français” reza su nombre. Es su regalo. Aunque enternecida, cuando envueltos en una atmósfera ritual me hicieron entrega del libro, no pude evitar pensar qué significaba aquello. La mitad de patatas para todos durante varias semanas. Aunque, bien mirado, tal vez fuera algo bueno. Nunca lo decimos, pero odiamos las patatas. Supongo que simplemente odiamos todavía más tener el estómago vacío. Con las manos cruzadas sobre mi regazo, rezo para mis adentros una vez más: “necesitamos el dinero”. Espero acabar por creerlo yo misma, tendré que pensar demasiado si no lo hago.

« À demain, monsieur Dupont ». Je sors du bureau. À droite. Il fait très beau aujourd'hui. Je ferme les yeux et respire profondément. Le doux soleil de Mai me caresse le visage. Un klaxon sorti de nulle part me fait sursauter. Je me souviens de mon premier jour à Lyon, il y a déjà vingt ans. Les bruits, les foules, la langue… Tout était inconnu. Tout était à découvrir. Je prends le bus numéro 35. Joue contre fenêtre, je plonge dans mes souvenirs. Cela me fait mal au cœur, mais j'en ai besoin. Je descends du bus. À gauche. A la izquierda… Mon chemin. Mi camino. J'essaie de me promener là-bas, dans mon imagination. Salgo de casa. A la izquierda. Je le faisait très souvent quand je me sentais seule, au début. Sigo el camino hasta pasar la higuera y... Non, attends, ce n'était pas un cactus? Estoy casi segura de que era un cactus. Espera, non, c'était bien una higuera. Recto hasta pasar la higuera y... À droite? Creo que era hacia la derecha ahora... ¡Una roca roja! Il y avait un rocher rouge. ¡Mi camino! ¿Dónde está mi camino? Je ne m'en souviens plus. Je tourne à gauche et marche tout droit pendant cinq minutes. No entiendo cómo he podido olvidarme. Era mi camino. Lo recorrí cada día durante casi dieciocho años. Finalement, une dernière fois à droite. Rue de Paris, numéro 15. Je rentre chez moi.







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