domingo, 19 de junio de 2016

Pauline et moi

Sa voix résonnait comme un écho lointain, étrange. Mais en même temps elle semblait être dans ma tête, sous mon crâne, ayant transpercé ma toute fine peau. J’essayais, néanmoins, de ne pas faire attention. Je m’étais souvenue de ma robe. Elle était très très jolie, ma petite robe blanche. J’étais maintenant terrifiée à l’idée de l’avoir souillée. J’aimais comment elle reflétait le soleil lorsque je tournais sur moi-même. Je me demandai si elle le ferait toujours. La voix continuait à hurler. Déconcertée, je me tournai vers Pauline cherchant une réponse, mais je ne trouvai rien qu’un regard inexpressif. Ses yeux taisaient toujours quand il y avait quelqu’un devant.

Depuis, je ne peux plus m’habiller en blanc. Je le hais maintenant. Rien qu’une étincelle blanchâtre suffit à me rappeler ce jour-là. Le jour où je la perdis. Ma pauvre Pauline : ma seule amie. Je portais une robe d’un blanc immaculé, ce ravissant jour d’été. Elle aussi. Maman me répétait souvent que je ne devais pas aller jouer là-bas, aux bois. C’était dangereux : je pouvais me salir. Je me suis répété à satiété que je ne voulais pas y aller, moi, que ce fut Pau qui m’en convainquit. J’ai réussi à y croire à moitié.

Allongées sur l’un des bords de la rivière, on s’amusait à regarder les nuages que l’on apercevait entre la coupole des arbres. On jouait à discerner des formes connues dans ces masses, aujourd’hui muettes et impénétrables.  « Regarde! Elle a le même nez que Papa, cette-là », lui dis-je, en montrant du doigt un nuage, je sais maintenant, qu’il ne ressemblait à rien. « Mais non », me contredit Pauline, « on dirait plutôt une hirondelle. Regarde les ailes, juste là, grandes ouvertes ». Un œil fermé, elle aussi montrait du doigt ce qu’elle pensait être les ailes de son oiseau imaginaire. «Tu es nulle, tu ne sais pas jouer », fut ma réponse. Néanmoins, je suivis son exemple, fermai l’œil droit, et suivis la trajectoire de son pâle et petit annulaire. Une hirondelle me semblait beaucoup plus amusante que le profil revêche et osseux de mon père.
Ennuyée  parce que je ne réussissais pas à la distinguer, je plongeai farouchement dans l’étude des nuages restants. Je cherchais férocement une image à laquelle m’accrocher, un oiseau de passage dont le dos me serait offert et sur lequel je m’envolerais loin.

Je contemple depuis la fenêtre de ma cellule l’immensité dressée sur moi. Camille, vous ne mangez toujours pas? Je ne me retourne même pas : mon assiette intacte parle à ma place. Camille, ne m’entendez-vous pas?

« Camille ! Camille ! » Un cri voulait me trouver, mais je me cachai, les sourcils froncés, dans le bout de profondeur blanche et bleue que je voyais s’étendre sur moi. « Camille ! T’es sourde ou quoi ? Vous voyez ? Carrément à la masse. Je vous l’avais dit ». Lasse, je me redressai sur mon coude et regardai sans voir la personne qui hurlait mon nom. Ils étaient trois : mon cousin et deux de ses camarades. Ils étaient sales et puaient la poussière. Je fis une grimace à cause de l’odeur qui m’agaçait les narines.

 Je pensai soudain à ma robe blanche. Nous n’aurions pas dû nous allonger par terre. Je le sais maintenant. Ils s’en sont bien occupés, tous, de que je l’apprenne. Vous savez », dit mon cousin avec suffisance, « ma mère dit qu’elle est folle parce que mon oncle l’a laissée trop libre ». Terrifiée, je cherchais de possibles taches sur ma jolie robe. «C’est bon ! Tu peux quand même me regarder dans les yeux quand je te parle ! »Toujours sous mon crâne. Elle ne me laissait pas. «Fichez-nous la paix» « Nous ? Mais qu’est-ce qu’elle nous raconte ? » « De toute façon, on ne te dérange pas, non ? » dit l’un des amis de mon cousin, Virgile, lorsqu’il se rapprocha, «on se demandait seulement si tu voulais venir faire un petit tour avec nous».  Ils rigolèrent. Encore troublée par ma robe souillée, je réussis à répondre «non, on ne veut pas». Ils eurent l’air étonné, et j’en profitai pour essayer de me faufiler entre eux. Virgile me prit par le poignet et me poussa en arrière. En tentant de me dessaisir, les yeux désorbités, je heurtai Pauline, qui n’avait même pas bougé pendant tout ce temps. Elle perdit l’équilibre et glissa.

Avant que je puisse comprendre ce qui se passait, elle était tombée dans les eaux de la rivière, dont la force l’emmena. Voilà comment je la perdis. On la noya. Son corps, mené par le courant, était entouré par la cruelle beauté de sa robe blanche, trempée. Ce fut tout ce qu’on retrouva d’elle. Lorsque j’hurlais et je me débattais, les coupables de ma perte se regardèrent entre eux, abasourdis, en répétant « mais c’est juste une poupée… »



domingo, 17 de abril de 2016

El claro

-Que te digo yo que va a llover, coño. Mira esas nubes, joder. El viento viene hacia aquí. Pues las nubes también.
-Mi querido y terco Bernardo. Tantos años aquí encerrados juntos y sigues sin saber cuándo hacerme caso. Cuando yo digo que no va a llover, no llueve. No me duele la rodilla, por lo tanto, no va a haber humedad, ergo no va a caer ni una gota.
-Ya estamos con ‘ergos’ y con gilipolleces. Déjate de tonterías, hombre. Además, ¿qué va a saber un señorito de ciudad como tú? Anda, anda, no me seas…

Dejo a Bernardo e Ignacio gesticulando en su pantomima y, más por aburrimiento que por dilucidar quién tiene razón, alzo mi cansada vista al cielo. En efecto, vislumbro una masa de nubes negras que nos amenaza con su tormenta desde lo alto. ¿Nos amenaza? No. Nadie nos amenaza. Nadie nos nada. No existimos.

Vuelvo mi mirada hacia el resto de mis compañeros. Caras impasibles, de largas y blancas barbas me devuelven una mirada vacía. Me pregunto si casi tanto como la mía. Envidio desde lo más profundo de mis entrañas –si es que las tengo todavía- a Bernardo e Ignacio, capaces todavía de alzar la voz y fingir indignación. Se han callado y el silencio vuelve a reinar en el claro de este recóndito bosque. Silencio. Tan anhelado antes y tan despreciado ahora. Silencio…

Tic. Una gota, transparente y fresca, cae sobre mi mejilla y me saca del entumecido sopor en el que me he sumido. Tac. Otra. Fijo de nuevo mis ojos grises en el cielo, sorprendido de que haya cosas tan vivas como una gota en un lugar tan muerto. Las nubes se encuentran ahora sobre nosotros. Enormes gotas cargadas de vibrante electricidad se abalanzan sobre nosotros. Observo una caer. Como si el tiempo se hubiera detenido, permanece suspendida ante mí. Flotamos los dos. Como una bola de cristal, contiene algo. Soy yo. Un reflejo mío. ¿Mío? De aquel que fui.

(Las balas silban al rozar mi silueta, las minas explotan y todo es una densa nube negra de polvo que embota los sentidos. Me pesan las extremidades, los párpados y el alma. Tan solo deseo dejarme caer cuan largo soy, cerrar los ojos y abandonarme a la nada. La voz del sargento retruena en mis oídos, autoritaria, recordándonos –recordándose- que la rendición no es una opción. Se lo debemos a la madre patria. Me cago en la madre, la tía y la abuela patria. Nada más que el pánico me mantiene en movimiento, cargando mi fusil y, a ciegas casi, sin apenas apuntar, disparando a nuestro enemigo. Disparando a poco más que sombras chinescas).

Vuelvo en mí, en este claro, bajo esta tormenta. Soy de repente consciente, como jamás lo he sido, de la pesadez de mi cuerpo arrugado, del abotargamiento de mi ajada cabeza. De mi vejez. La atmósfera se descongela, la realidad -si es que existe- sigue su curso. La lágrima que levita frente a mí se precipita contra el suelo y se hace añicos. De ella sale, como si de humo se tratara, una etérea imagen del joven que ya no soy, cargando con un fusil demasiado grande, desorbitados los ojos. La visión danza unos instantes y, cuando extiendo mis dedos para acariciarla, se deshace en un extraño polvo que se deja mecer por un viento que no sopla.

Fascinado, peino con la mirada el aborrecido claro. Nadie parece actuar de manera diferente. Algunos han corrido a refugiarse en una tosca cabaña, pero la mayoría siguen sentados, impasibles, con la única novedad de que están ahora calados hasta los huesos. Vuelvo a preguntarme si ofrezco yo en algún modo un espectáculo diferente.

Una nueva gota capta mi atención. La observo caer, embelesado, esta vez con la certeza de que se detendrá a la altura de mis ojos y, misteriosa, me ofrecerá sus secretos. Es una esfera de un pálido amarillo. Un sol que no calienta desprende una luz cansada, bañando el claro. El maldito claro.

(-¡Vaya mierda! A saber hasta cuándo tendremos que estar aquí. Ya lo dije yo, que del sargento no había que fiarse.
-Calma, Bernardo, solo llevamos aquí unos días. Tan solo tenemos que esperar órdenes. No se van a olvidar de nosotros.
Unas cuantas figuras se afanan en volver el lugar menos hosco, otros se encuentran tirados en el suelo, observando las escasas nubes. Sentado en la hierba, un tanto seca, Bernardo la arranca a puñados.
-Con tener el culo caliente esos cabrones se olvidan hasta de su madre. ¡Unos malnacidos es lo que son todos! Aunque sí que es verdad que esto es mejor. Sabes que no soy ningún cobarde, pero… pero ya estoy harto, joder. Cargar, disparar, correr, todo el día con los cojones en la garganta…)

Algo tira de mí, como un gancho anclado a mi vientre. Vuelvo a ser yo, todavía en el claro; viejo. Vuelta al silencio. Ahí todavía éramos jóvenes, no llevábamos mucho tiempo encerrados. ¿Encerrados? Sin puertas, sí, pero encerrados. La gota, que se me antoja resbaladiza incluso suspendida, parece perder su capacidad de ignorar la gravedad. Se precipita contra el suelo, también liberando su contenido: unas sombras que representan formas, apáticas y cautivadoras, que desaparecen convertidas en un millar de motas del mismo polvo insólito.

La lluvia sigue cayendo. Me sorprende lo amortiguado de su choque contra el suelo. Intrigado, me extraña el que todavía haya algo capaz de despertar mi curiosidad. Buscando más de esas gotas, siento un dolor punzante nacer de mi cuello y atravesar mi cuerpo como un relámpago. Por instinto, intento llevarme una mano a la zona aquejada, pero un nuevo ramalazo, en la espalda esta vez, me lo impide. Se me nubla la vista. No sé si por la lluvia o el dolor. Tal vez por las dos. Patético. Mi vejez es patética. Pero, ¿acaso fue mi juventud algo mejor? No, no lo fue. Mierda, pero podría haberlo sido, joder. Todo habría sido diferente si no me hubieran arrebatado mis mejores años. Todos ellos: el sargento, el coronel, la guerra… La puta guerra… Este claro, en el que nos obligaron a quedarnos, esperando. Esperando…

Algunos confiaban ciegamente en el sargento, en que vendría. Pero, el tiempo, con su implacable impasividad, horadó aquella fe. De forma tácita, entonces, sellando el pacto con miradas, decidimos esperar algo diferente: el fin de la guerra. En el claro no sufríamos, al menos. Era menos horrible que la realidad del mundo que allí nos había escupido. Nos prometimos que, cuando acabase la guerra, volveríamos. Poco importaba quién la ganase, pues sabíamos, en nuestro fuero interno, que no había bandos.

Me doy cuenta ahora del tiempo que hacía que no le dedicaba un solo pensamiento siquiera a la guerra. Ha marcado mi vida, y, sin embargo, se me antoja como algo tan ajeno a mí…
Sin palabras, me digo que acabó hace tiempo, que nada me retiene. Lo sé desde hace mucho. Nada dura tanto. Ahora somos viejos. En algún momento se tuvo que bombardear tanto una ciudad –aquella en la que nací, tal vez- que se hubo de firmar un tratado. Los vencedores exigieron, los vencidos concedieron… Puede incluso que pasase a las dos semanas de llegar nosotros. Pero aquí seguimos: esperando.


Me arrebataron mi juventud. No, he de decirlo, me la arrebaté yo. Me robé mis mejores años. Respiro hondo. En mi interior, siento cómo se prende una chispa, una llama. Expectante, la percibo crecer en mi interior. Cierro los ojos, deseando sentirla en su totalidad. De repente: nada. Absolutamente nada. Confuso, mantengo los ojos fuertemente cerrados, buscando ese crepitar que tanto llevaba sin sentir. No lo encuentro. Sintiendo algo así como una sombra de frustración, me siento de nuevo, cruzo los brazos y me vuelvo a sumir en un indiferente sopor. 

domingo, 15 de marzo de 2015

El camino



Salgo de casa. A la izquierda. Mi estómago ruge, pero no puedo abrir la cesta: es para papá. Él también estará hambriento. Sigo el camino hasta pasar la higuera y giro a la derecha, junto al cactus. Mi sombra se alarga sobre la calzada, parece orgullosa, casi altiva. No tardará en ponerse el sol. He de darme prisa. Frente a la roca roja, tomo la senda que se desvía hacia la izquierda. Vislumbro el faro, erguido sobre el espigón. Papá está dentro. Le doy la cesta y un beso en la mejilla. He de volver. Se ha hecho oscuro ya. La penumbra envuelve todo aquello que abarca mi vista excepto las estrellas, que brillan, titilantes e indiferentes al mundo. La ausencia de luna convierte mis manos en dos fantasmagóricas entidades que se balancean a mis costados. No importa. Conozco el camino de memoria. A la izquierda en el cactus. Paso la higuera. Mi estómago ruge de nuevo. A la derecha. Entro en casa.


Mamá y mis hermanos me esperan, la mesa cuidadosamente servida, los platos escrupulosamente colocados, tratando de ocultar, avergonzados, la escasez de su contenido. Mamá adora la minuciosidad casi tanto como yo la odio. Mientras comemos, el alegre tintineo de los cubiertos contrasta con nuestros semblantes, curtidos por el sol y de mirada taciturna. Respiro hondo. Quiero decirlo, pero no sé cómo. Se enfadarán, pero es necesario. Me mira a los ojos. Lo digo. “Me voy a Francia a trabajar. El Flaco me ha conseguido un puesto en las viñas. El tren sale en tres días”. El alegre tintineo cesa, las miradas taciturnas no.


Salgo de casa. Al menos mamá no ha llorado. Siempre se le ha dado mejor el silencio que el llanto. Sé que le duele. A la izquierda. No quiere que me vaya. Tuvo suficiente cuando lo hizo Daniel. Sigo el camino hasta pasar la higuera y giro a la derecha, junto al cactus. No quiere que lo haga. Puede que yo tampoco, pero necesitamos el dinero. O eso es lo que me digo. Frente a la roca roja, tomo la senda que se desvía hacia la izquierda. Ahora ha de saberlo papá. El sol abrasa mi nuca perlada de sudor y hace que pensar sea difícil. Se lo agradezco en culpable silencio. Llego al faro. Papá lo entenderá mejor. Él también se ha ido. El faro, Francia… No son tan diferentes. Puede que los kilómetros no importen tanto como se cree. Agacho la mirada mientras le doy la noticia. Tengo una arruga en la falda. La aliso con las manos mientras alzo la vista. Asiente mientras acecha de reojo la cesta con la comida. Asiente de nuevo, tal vez incluso con decisión esta vez, y me da una palmada en el hombro. He de volver.

El atronador traqueteo del tren me aturde, pero no lo suficiente para no permitirme recordar. Han venido todos. Los penetrantes ojos negros de mis hermanos observan cómo me alejo de ellos y me acerco al tren. Los de Mamá siguen sin humedecerse. Sin embargo, sus manos sí retuercen el sombrero de felpa que oculta la calvicie de Papá los domingos en misa. Estamos a martes. Ya les he dado el último abrazo; ahora, la última mirada. Contemplo el conjunto que conforman. Una masa de la que no soy parte. Una amalgama de faldas, trajes, brazos, piernas... y ojos. Unos únicos ojos oscuros que gritan en silencio y que, inexpresivos, dicen sin hablar. Mamá es la primera en volverse. Tal vez debido al vapor del tren, tal vez a la distancia o tal vez debido al insoportable calor, me parece ver que, perlada y tímida, una lágrima se desliza por su morena tez. Descanso mi mejilla contra la ventana, deseando que el ensordecedor ruido desaparezca. A mi alrededor, a nadie parece importarle. Ya anhelo el silencio de mi camino. El paisaje exterior pierde su forma y comienza a difuminarse. No consigo enfocar un mismo árbol más de un par de segundos. Sigo el camino hasta pasar la higuera y giro a la derecha, junto al cactus. Consciente del largo viaje que me espera, saco cuidadosamente un libro de mi bolsa. “Apprendre le Français” reza su nombre. Es su regalo. Aunque enternecida, cuando envueltos en una atmósfera ritual me hicieron entrega del libro, no pude evitar pensar qué significaba aquello. La mitad de patatas para todos durante varias semanas. Aunque, bien mirado, tal vez fuera algo bueno. Nunca lo decimos, pero odiamos las patatas. Supongo que simplemente odiamos todavía más tener el estómago vacío. Con las manos cruzadas sobre mi regazo, rezo para mis adentros una vez más: “necesitamos el dinero”. Espero acabar por creerlo yo misma, tendré que pensar demasiado si no lo hago.

« À demain, monsieur Dupont ». Je sors du bureau. À droite. Il fait très beau aujourd'hui. Je ferme les yeux et respire profondément. Le doux soleil de Mai me caresse le visage. Un klaxon sorti de nulle part me fait sursauter. Je me souviens de mon premier jour à Lyon, il y a déjà vingt ans. Les bruits, les foules, la langue… Tout était inconnu. Tout était à découvrir. Je prends le bus numéro 35. Joue contre fenêtre, je plonge dans mes souvenirs. Cela me fait mal au cœur, mais j'en ai besoin. Je descends du bus. À gauche. A la izquierda… Mon chemin. Mi camino. J'essaie de me promener là-bas, dans mon imagination. Salgo de casa. A la izquierda. Je le faisait très souvent quand je me sentais seule, au début. Sigo el camino hasta pasar la higuera y... Non, attends, ce n'était pas un cactus? Estoy casi segura de que era un cactus. Espera, non, c'était bien una higuera. Recto hasta pasar la higuera y... À droite? Creo que era hacia la derecha ahora... ¡Una roca roja! Il y avait un rocher rouge. ¡Mi camino! ¿Dónde está mi camino? Je ne m'en souviens plus. Je tourne à gauche et marche tout droit pendant cinq minutes. No entiendo cómo he podido olvidarme. Era mi camino. Lo recorrí cada día durante casi dieciocho años. Finalement, une dernière fois à droite. Rue de Paris, numéro 15. Je rentre chez moi.







jueves, 19 de septiembre de 2013

Bajo el cielo de Rembrandt


Tarde. Siempre llegaba tarde. Pero no importaba; soy un genio. Y, ya se sabe, los genios podemos hacer lo que queramos. Desde mi ventana se apreciaba que el cielo, teñido de un azul desvaído, estaba casi totalmente cubierto por nubes grises. Era un cielo perfecto, como si hubiese sido sacado de uno de los paisajes de Rembrandt.
Con la tranquilidad de aquel al que no le preocupa llegar tarde, me subí el cuello del abrigo, me arrebujé bajo la bufanda, y salí a la calle.
Andando entre los callejones, sintiendo el frío viento besar mis mejillas, comencé a pensar. Pensé sobre muchas cosas: nada de clichés como “quién somos”, “adónde vamos”, de “dónde venimos” y todo eso. Eso se lo dejo al resto de mortales ordinarios. No, yo pensé sobre por qué hacen pantalones con bolsillos que no son bolsillos, por qué el azul es “de chicos” y el rosa “de chicas”, por qué es de buena educación saludar y hablar sobre el tiempo en el ascensor, aunque a ninguno de los participantes le importe una mierda. Ese tipo de cosas. Me detuve frente a unos estudios de televisión y encendí un cigarro. Era el momento idóneo para dedicarme a mi actividad favorita; quejarme de los medios de comunicación.
No solo nos contaminan con sus idioteces, sino que nos atrapan. La gente se traga las sandeces que los presentadores dejan escapar por sus labios, siempre esbozando falsas sonrisas, porque siente que no hay otra alternativa. No, lo que es peor, cree que hay otra alternativa, y ahí está el problema. Los presos de la caverna de Platón estaban conformes con su posición.
Malditos presentadores. Son todos unos hipócritas, pero los del programa del corazón… Esos son los peores. Los conozco muy bien, pues me he pasado horas y horas estudiándolos, y no hay ni uno que crea que produce un contenido de calidad, pero eso no importa. No importa porque siguen emponzoñando al resto del mundo con él. Mientras les paguen… Y así es el ser humano, todo falsedad. Finge que le importa el prójimo, siempre y cuando sus intereses no estén de por medio. “Trata a los demás como quieres ser tratado”. Jamás he escuchado algo más ignorado por la sociedad. Sería mucho más acertado decir “trata a tus superiores como quieres ser tratado, a los demás no, a esos puedes mandarlos a la mierda todo lo que quieras”.
Joder. Se me había acabado el cigarro. “En fin, no queda otra que resignarse” pensé, mientras pisaba la colilla para apagarla bien. Me dispuse, no sin antes echarle un último vistazo al maravilloso cielo de Rembrandt,  a entrar en el estudio para ocupar mi puesto como presentador frente a las cámaras.
Pero, eh, el público me adora.

viernes, 9 de agosto de 2013

El vacío


Estaba tumbada en el sofá comiendo helado, mirando sin llegar a ver un insulso programa de televisión, siendo apenas consciente de las caras artificiales y las sonrisas falsas que mis queridas ondas hertzianas  -esas que tantos años de evolución nos han costado- traían. Fue entonces cuando lo noté. Había algo dentro de mí, pequeño y viscoso, que había comenzado a crecer en mi barriga. Me incorporé inmediatamente y me palpé la parte inferior del abdomen, que estaba hinchada y dolorida. ¿Acaso estaba embarazada? ¿Sería un tumor? No, no eran teorías viables. Bueno, tal vez sí que fueran posibles, pero algo me decía que aquello venía de otro mundo, que tenía un significado mucho más profundo. Sentía que desprendía una presencia oscura que me oprimía, llenándome de desesperación. Se me aceleró el ritmo cardíaco y comencé a sudar ligeramente, estaba asustada y no podía pensar con claridad.

Sacándome de mi ensimismamiento, escuché la voz del vendedor de cupones de mi manzana entrar por la ventana abierta. Era un hombre mayor, que formaba parte de la amalgama de voces y olores que conformaban mi barrio desde mucho antes que yo hubiera nacido, pero, aun así, fui incapaz de recordar su nombre. Por mucho que me devanara los sesos, no conseguía evocar una sola conversación con él.

La verdad era que siempre había vivido en segundo plano, como la eterna espectadora de una obra cuyo único anhelo es unirse a la función, pero que tiene demasiado miedo como para  subirse al escenario. Y ahora aquello había comenzado a hincharse dentro de mí. En apenas unos segundos, la presión se había hecho más grande, y podía hasta percibir sus pequeñas garras, semejantes a las nudosas ramas de un árbol muerto, trepando dentro de mí.

De repente, comprendí. Aquello no era un tumor ni un feto, mi primera impresión había sido acertada. Era algo mucho más complejo: era un vacío. Yo nunca había dejado huella en nada ni nadie, había vivido como una mariposa solitaria cuya belleza nadie apreciará, y ahora tenía que pagar el precio. Iba a desaparecer. Aquello iba a seguir creciendo en mi interior y acabaría absorbiéndome. Supe que iba a morir en aquel instante.

Sorprendentemente, lo que más me entristeció no fue saber que iba a abandonar el mundo, sino no ser capaz de elaborar un precioso y emocionante soliloquio en el que reflexionar sobre la vida, o no poder plantearme una pregunta sin sentido aparente, pero con un gran significado intrínseco. No me importaba adónde iban los patos de central park cuando el lago se helaba, ni podía citar a Chejov.  Qué se le iba a hacer, no era una mujer muy culta. Los libros que adornaban las estanterías de mi casa eran pura apariencia. Solté un bufido, casi divertida. Quería aparentar, pero nunca nadie entraba en mi casa. Pese a todo, antes de morir quería recordar el nombre del vendedor de cupones, así que decidí pasar mis últimos momentos en el baño, lavándome la cara y haciendo memoria.

Una vez de dentro, la taza del váter llamó mi atención. Tal vez fuera… No, no era posible. Era demasiado absurdo. Pero, y si…

Me bajé las braguitas rosa pálido con la palabra “Tuesday” bordada (monísimas, oye) y me senté en la taza del váter. Tras unos minutos, me levanté y tiré de la cadena. Inmediatamente noté que el vacío había desaparecido. Resulta que al final solo necesitaba hacer de vientre. En fin, me encogí de hombros y volví al sofá, helado en mano.

jueves, 25 de julio de 2013

La vida es sueño



Me desperté sobresaltado, con la frente cubierta de sudor y las sábanas pegadas al cuerpo. Todavía con el corazón desbocado, me incorporé e intenté pensar con claridad; a mi derecha, los números verdes del despertador relucían en la oscuridad. Todo iba bien. Estaba en mi habitación. No había sido más que una pesadilla. Una pesadilla que, por mucho que intentara recordar, se me había olvidado. No le di mucha importancia, pero aquella fue la noche en que dejé de soñar.



Al día siguiente me encontraba extrañamente cansado y pesado, como si alguien hubiera vaciado mi espíritu de voluntad y lo hubiera rellenado de gris y tedioso plomo. En el metro de camino a clase, me cubrí la cabeza con los cascos y me abandoné a los dulces y sugerentes acordes de Debussy, buscando reconforte y consuelo, pero la magia a la que estaba acostumbrado no ocurrió. La música seguía ahí, la técnica de Yiruma seguía siendo tan limpia e impoluta como siempre, pero la melodía no penetraba en mi pecho, no me calentaba el corazón y no me alejaba de la somnolienta y mediocre realidad. Fruncí el ceño levemente y achaqué aquel extraño suceso al cansancio fruto de la noche anterior.

Habiendo renunciado ya a ensimismarme con la música,  intenté concentrarme en la lectura de un libro. Tenía en mis manos una edición de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, que había comprado en una mercadillo de segunda mano. Las páginas estaban amarillentas del uso, y casi se podía escuchar el quejido de las viejas y ajadas hojas al ser pasadas, pero desprendía un aura de atracción a la que me fue difícil resistirme. Antes de comenzar a leer, el título me hizo pensar en la pesadilla que había tenido, pero, una vez más, fui incapaz de recordar siquiera un retazo. Tampoco pude disfrutar de la lectura como lo había hecho hasta ahora. Aun así, me forcé a seguir leyendo hasta llegar a mi parada, en la que me bajé mecánicamente y sin ganas.

Aquel día fue sorprendentemente aburrido, más que cualquier otro que pudiera recordar, y el cansancio extremo que me envolvía no hacía más que aumentar. Cuando por fin llegué a casa, tomé una cena frugal y me metí en la cama, deseando cerrar los ojos y descansar, por fin.



Desperté diez horas después, con el cuerpo completamente entumecido y la cabeza totalmente abotargada. Llegaba tarde a clase, pero no me importaba; estaba demasiado hecho polvo. Me obligué a levantarme de la cama y, ya que no iba a ir a ninguna parte, me dispuse a hacer algo útil. Limpié la casa de arriba abajo y, de repente,  caí en la cuenta de que la noche anterior no había regado las plantas. Me encantaba hacerlo, era una de las pocas con las que realmente disfrutaba, aunque no tengo muy claro por qué. Puede que me gustara observar cómo la tierra absorbe lenta e irreversiblemente el agua. Una vez vertida, no se puede recuperar. Mientras las últimas gotas desaparecían bajo la húmeda tierra y eran absorbidas por las raíces, me recordé a mí mismo lo efímero de la vida, lo poco que duran las cosas y que precisamente en esta caducidad reside su atractivo. Una rosa no sería igual de bella si durara para siempre. Al igual que ni la música ni la lectura habían causado efecto alguno en mí, no sentí nada cuando eché el agua sobre las plantas. Era como si las cosas que más me gustaban hubieran perdido parte de su esencia, aquello que hacía que las disfrutara. De nuevo, intenté recordar lo que había soñado en las diez largas horas de letargo, y, de nuevo, fui incapaz; ni una sola imagen de lo que mi subconsciente había creado se dignó a aparecer por mi cerebro. Puede que aquella extraña amnesia y la “falta de esencia” que había experimentado estuvieran relacionadas, pero nada tenía sentido. Y yo estaba tan cansado…



Sumido en ese aturdido sopor, transcurrió un mes. Un mes en el que fui incapaz de recordar ni uno de mis sueños. Puede que simplemente hubiera dejado de soñar. Todas las mañanas me despertaba cubierto de sudor tras numerosas horas durmiendo, pero totalmente exhausto. Tampoco conseguí recrearme en las actividades que tanto me gustaban antes. Era como si me estuviera vaciando por dentro, o como si me estuvieran absorbiendo, igual que la tierra absorbe el agua. Comprendiendo que aquello no iba a mejorar, me comprometí a contárselo a alguien, y la primera y única persona que me vino a la mente fue mi abuelo.



Mi abuelo vivía solo en un pueblo del interior desde que su mujer había sucumbido al cáncer, y pese a su avanzada edad, era un hombre vigoroso y lleno de vitalidad. Se alegró muchísimo de verme, pero también pude leer en su rostro una sombra de curiosidad; quería saber por qué había ido a verlo. No me atosigó con preguntas, simplemente me dio un cálido abrazo y me aseguró que las puertas de su casa estarían siempre abiertas para mí.

Mientras cenábamos, con la voz monótona y desprovista de emoción con la que me había acostumbrado a hablar, le conté mi problema. Le dije que llevaba meses sin soñar, que dormía sin descansar y que nada conseguía arrancarme una sonrisa. Asintió un par de veces para sí mismo, como asimilando la noticia, sin armar ningún escándalo. No era aquel tipo de hombre. Me preguntó si conocía a alguien al que le hubiera pasado antes aquello, pero yo mismo me había informado y no había encontrado nada. Me aseguró que pediría cita en el neurólogo por mí, y que no debería preocuparme por nada, que estaba a salvo; pero yo no me sentía así. Ocupé la antigua cama de mi padre. Me sentía como un intruso tumbado en aquella pequeña habitación de gruesas paredes que desprendían un vago olor a cal, pero supongo que estaba en mi derecho de usarlas. Si mi padre había renunciado a ellas –y, de paso, a mí- era asunto suyo. Extenuado como siempre, caí en un sueño sin sueño más. Uno más que añadir a la lista.

Tenía la cita con el doctor Márquez en tres días, así que busqué una forma de matar el tiempo. Me era imposible concentrarme y disfrutar de la música, y, aunque no había sido capaz de acabar un libro en meses, tenía la vaga esperanza de que algún libro de la enorme biblioteca de mi abuelo consiguiera cautivarme. Me planté frente a la imponente pared recubierta de macizas estanterías de madera y me zambullí entre los numerosos títulos. Posé la mano sobre el estante y comencé a andar, arrastrando las yemas de los dedos sobre las cubiertas, buscando alguna que me sugiriera algo. De repente, sentí un dolor agudo en la mano. Instintivamente, me llevé el dedo índice a la boca, y sentí el gusto férreo de la sangre. Me había cortado con un libro de un tamaño superior al normal, con la cubierta de cuero oscuro deslustrada, sin título alguno. Mientras lo sostenía en la mano, todavía manchada de sangre, sentí un cosquilleo por todo el cuerpo. Algo me decía que debía leer aquel libro, pero, a la vez, una parte de mí mismo me gritaba que lo dejara todo y que huyera, lo más rápido posible, lejos de aquel oscuro tomo. Me sobrepuse, me senté en una mullida butaca de color granate situada junto al alféizar, y lo abrí.

Era una antología de cuentos populares de moraleja obvia y estructura simple, todos bastante parecidos entre ellos. No me llamaban la atención especialmente, y el aburrimiento que ya me era familiar no me abandonó durante las primeras trescientas páginas, hasta que comencé la historia de las sombras negras. El estilo de este cuento era totalmente diferente a los anteriores. Sin dejar de ser  sencillo, su estilo era elegante y sobrio y la elección del léxico era sorprendentemente exacta, pero, lo que de verdad me sorprendió fue el argumento. Narraba la historia de una pequeña aldea situada en lo alto de los Alpes alemanes. Al principio, se trataba de un lugar alegre, en el que abundaban las fiestas y los bailes. La escasa población trabajaba duro pero era feliz, pues los protegían los guardianes del bosque, dos deidades de sexo opuesto a las que se encomendaban los aldeanos. Ellos los habían creado a partir de musgo y rocas y los habían dotado de conocimiento y emociones. Sin embargo, por alguna razón, los dioses fundadores se marcharon, y el pueblo quedó a merced de los espíritus malignos.

Al leer esta parte, no pude evitar establecer un paralelismo entre aquellos dioses ausentes y mis propios padres, que me abandonaron al nacer y se esfumaron.

La historia continuaba con la aparición de las sombras negras, unos espíritus malvados hechos de oscuridad y rencor puros que se estiraban o encogían a voluntad para adaptarse al recipiente que los contenía. Se aprovecharon de la ausencia de los protectores, y aparecieron mientras la aldea dormía profundamente. Tras acechar a sus víctimas unos instantes, les sorbían los sueños a través de la boca entreabierta.

A partir de entonces, las fiestas ya no fueron tan alegres, ni la música tan agradable, ni el vino tan dulce. No solo eso, la propia esencia de los habitantes comenzó a cambiar. Ya no les apetecían aquellas cosas, tan solo querían cumplir con el estricto horario que se imponían y volver a casa para dormir, sin llegar nunca a descansar realmente. Tan solo un niño, Sigfrido, se dio cuenta de que algo iba mal. Siempre había sido un joven avispado y de imaginación muy despierta, pero hacía semanas que no soñaba, y ya no era capaz de inventar juegos con la misma facilidad que antes. No le gustaba aquello, y se propuso llegar al fondo del asunto. Aquella noche, mientras dormía junto a su hermana Hannah, se despertó sobresaltado y cubierto en sudor, como si hubiera tenido una pesadilla, lo que era imposible, porque ya no soñaba. Se giró para abrazar a su hermana, pero lo que vio lo paralizó de terror; a un par de centímetros del níveo rostro de la niña se encontraba una masa que parecía estar hecha de un humo más negro que la más oscura de las noches sorbiendo unos filamentos dorados que surgían de la boca entreabierta de la pequeña. Sigfrido ahogó un grito, y la criatura se interrumpió para girarse y mirarlo con unos ojos, bueno, más bien dos vacíos aterradores que hicieron que se sintiera mareado y se desmayara. Cuando despertó, se sentía pesado y cansado, como siempre últimamente, pero esta vez recordaba lo que creía que había sido un sueño, el de aquella penumbra oscura de ojos huecos.

Y hasta ahí pude leer. Alguien había arrancado las últimas cinco páginas del cuento. Me sentí increíblemente frustrado. Aquella historia era mucho más de lo que parecía. ¿Quiénes eran aquellas sombras negras y por qué yo sufría los mismos síntomas que los aldeanos? Odiaba las preguntas sin respuesta.



Dos días después, mi abuelo me llevó en su estrepitosa furgoneta al neurólogo, que ejercía en una ciudad que se encontraba a unas dos horas. Por mucho que lo intentara, no fui capaz de mantener una conversación durante el viaje. No quería hacer que la única persona que me había cuidado se sintiera incómoda, pero por mucho que me estrujara los sesos, mi mente no lograba ir más allá de la serpenteante e infinita sucesión de asfalto gris que se extendía ante nosotros. Estaba seco por dentro.

La visita duró unas cinco horas. Tras explicar mis síntomas, me colocaron unos electrodos impregnados de un gel frío en la sien y me pidieron que intentara dormirme. No fue nada difícil, pues la pesadez con la que me desperté el primer día en que no soñé se había instalado en mi cuerpo, calando hasta lo más hondo de mis huesos y atravesándome el corazón. Cuando desperté, ya tenían los resultados; mi actividad cerebral era completamente normal. No había ningún problema, aparentemente. De todas formas, me recomendaron ir al psicólogo, pues tal vez todo tuviera una raíz diferente. Pero, por mucho que dijeran, supe que aquello significaba que los médicos no tenían solución. Sorprendiéndome a mí mismo, no me contrarié, solo me apetecía dar media vuelta y seguir durmiendo, sin despertarme, para siempre, como si estuviera congelado.

Tampoco hablamos en el viaje de vuelta, pero mi abuelo no paró de morderse el labio inferior y mirarme con preocupación, incluso colocó su amplia mano sobre mi omóplato queriendo reconfortarme, pero rehuí su contacto.

Cuando llegamos, le dije que mi estancia allí ya no tenía sentido. Había perdido toda esperanza de volver a ser quien era, así que no había razón para no volver a mi cuadriculada vida en la ciudad, rodeado de gruesos muros de hormigón, de viajes en metro a ninguna parte y de triste y desoladora realidad. Comencé a recoger mis cosas, y vi aquel extraño libro junto a mi cama. No recordaba haberlo dejado ahí, pero no le di importancia, por muy curiosa que fuera la historia, y por mucho que se pareciera a mí, no dejaba de ser una historia sin final. Odio las historias sin final. Le eché un último vistazo calculador antes de cogerlo y embutirlo en la maleta –por si acaso. Fue entonces cuando entró mi abuelo. Parecía alicaído y, con el semblante grave y la voz tranquila, me pidió que me sentara. Asintió para sí mismo un par de veces mientras se frotaba las manos, como hacía antes de hablar de algo serio. Nervioso, continuó:

-No sé cómo decirte esto. Me siento culpable, y sé que lo que he hecho no está bien, pero solo intentaba protegerte. No quería que te fueras, como tu padre.

Esto último lo dijo con apenas un hilo de voz, pero lo escuché como si alguien lo gritara dentro de mí. Mi padre… Todo aquello tenía que ver con mi padre… No sabía qué había hecho, pero mi padre tenía la culpa. Ajeno a mi agitación interna y centrado en la suya, mi abuelo siguió:     -Cuando tu padre tenía tu edad, tu abuela murió, y, meses después, dejó embarazada a tu madre. Desde entonces comenzó a actuar de forma extraña, como si le hubieran quitado la alegría. Estaba más cansado y, sin previo aviso, su talento para tocar la guitarra simplemente se esfumó. Supuse que haber perdido a su madre poco tiempo atrás e ir a tener un hijo era más de lo que una persona podía soportar, pero una noche vino junto a mi cama y me contó lo que le pasaba realmente. Llevaba meses sin soñar, y ya no era capaz de disfrutar las cosas, como si se hubiera quedado vacío. Al principio, él también lo había achacado a la terrible pérdida y al niño que estaba por venir, pero después comenzó el libro. El mismo libro que acabas de guardar en tu maleta.

Añadiendo más interrogantes imposibles de resolver, comprendí que a mi padre le había pasado lo mismo. Sorprendido como estaba, abrí y cerré la boca varias veces, buscando unas palabras que no vinieron. Mi abuelo carraspeó, se levantó y, mientras me lanzaba un fajo de unas cinco hojas amarillentas y desgastadas pertenecientes al libro, dijo:

-Ahora que lo sabes, puedes leer esto. Las arranqué yo mismo porque temía que tú también te fueras, intentado huir de lo que no se puede escapar. Lo siento.

Sin ni siquiera responder, comencé a leer. Conforme fui avanzando, comprendí lo que nos había pasado y qué debía hacer.

El pequeño Sigfrido intentó olvidarse de la sombra negra, pero fue incapaz. El recuerdo de aquel ser sobre su hermana lo perseguía y le impedía actuar con normalidad. Comprendió que era real, y que los filamentos dorados que devoraba la criatura eran los sueños de su hermana. Por eso todo el pueblo actuaba tan raro: ya no tenían sueños, ni imaginación, y se estaban quedando vacíos, sin sentimientos. Decidió que había que pararlas, así que aquella noche venció el fortísimo cansancio que lo atosigaba y se hizo el dormido hasta la medianoche, cuando sintió la presencia de las sombras. Haciendo acopio de ese tipo de valor que tan solo un niño puede mostrar, se abalanzó sobre el espíritu malvado que se encontraba sobre Hannah, interrumpiendo el tráfico de hilos dorados que viajaban desde la boca de su hermana, profundamente dormida, hacia la de la sombra. El ente se giró, sorprendido, hacia el niño, y, tras convulsionarse, comenzó a vomitar sueños mientras iba encogiendo cada vez más. Cuando fue del tamaño de un guisante habló con una voz que sonó directamente en la cabeza del pequeño “No puedes derrotarnos, por mucho que luches. Somos vosotros, nacemos de vuestra inseguridad, de vuestros miedos. Aparecemos allí donde alguien se siente abandonado.” Sobrecogido por la voz, Sigfrido se volvió a desmayar, y, al día siguiente, después de que le sorbieran todos sus sueños, no recordó nada y, como una oveja más del ganado, se convirtió en otra persona anodina más dentro de la homogénea masa de gente aburrida en la que se había trasformado su aldea.

Así acababa la historia. Sin rastro de esperanza. El pueblo de Sigfrido había sido abandonado por sus dioses, mi padre se sintió abandonado cuando murió mi madre, y  yo le guardaba rencor por haberse ido, así que también me atacaron a mí. No estaba bien, no era justo. Por su culpa había perdido toda oportunidad de ser feliz, pero yo no iba a irme como lo hizo él. Iba a afrontar el problema, y el problema era que no quería vivir así. Con una resolución de la que me consideraba incapaz, garabateé una nota de despedida para mi abuelo que acabé con “La vida es sueño, y yo ya no puedo soñar.”

Hice un nudo con las sábanas, até un extremo al techo y me pasé el otro, con forma de lazo, por la cabeza ayudándome de una silla. Tras comprobar que estaba bien sujeto, le di una patada a la silla para acabar con todo, para poder cerrar los ojos y descansar, por fin, de verdad.

Mientras mi vida se escapaba lentamente, como se escapa el agua entre los dedos de alguien que la intenta retener, abrió la puerta mi abuelo, y, tras asimilar lo que estaba pasando, profirió un grito que no llegué a escuchar, pues todo lo que vi fue su mirada de tristeza y el mudo reproche de abandono que me dirigió. Lo había abandonado, con todo lo que conllevaba.