jueves, 19 de septiembre de 2013

Bajo el cielo de Rembrandt


Tarde. Siempre llegaba tarde. Pero no importaba; soy un genio. Y, ya se sabe, los genios podemos hacer lo que queramos. Desde mi ventana se apreciaba que el cielo, teñido de un azul desvaído, estaba casi totalmente cubierto por nubes grises. Era un cielo perfecto, como si hubiese sido sacado de uno de los paisajes de Rembrandt.
Con la tranquilidad de aquel al que no le preocupa llegar tarde, me subí el cuello del abrigo, me arrebujé bajo la bufanda, y salí a la calle.
Andando entre los callejones, sintiendo el frío viento besar mis mejillas, comencé a pensar. Pensé sobre muchas cosas: nada de clichés como “quién somos”, “adónde vamos”, de “dónde venimos” y todo eso. Eso se lo dejo al resto de mortales ordinarios. No, yo pensé sobre por qué hacen pantalones con bolsillos que no son bolsillos, por qué el azul es “de chicos” y el rosa “de chicas”, por qué es de buena educación saludar y hablar sobre el tiempo en el ascensor, aunque a ninguno de los participantes le importe una mierda. Ese tipo de cosas. Me detuve frente a unos estudios de televisión y encendí un cigarro. Era el momento idóneo para dedicarme a mi actividad favorita; quejarme de los medios de comunicación.
No solo nos contaminan con sus idioteces, sino que nos atrapan. La gente se traga las sandeces que los presentadores dejan escapar por sus labios, siempre esbozando falsas sonrisas, porque siente que no hay otra alternativa. No, lo que es peor, cree que hay otra alternativa, y ahí está el problema. Los presos de la caverna de Platón estaban conformes con su posición.
Malditos presentadores. Son todos unos hipócritas, pero los del programa del corazón… Esos son los peores. Los conozco muy bien, pues me he pasado horas y horas estudiándolos, y no hay ni uno que crea que produce un contenido de calidad, pero eso no importa. No importa porque siguen emponzoñando al resto del mundo con él. Mientras les paguen… Y así es el ser humano, todo falsedad. Finge que le importa el prójimo, siempre y cuando sus intereses no estén de por medio. “Trata a los demás como quieres ser tratado”. Jamás he escuchado algo más ignorado por la sociedad. Sería mucho más acertado decir “trata a tus superiores como quieres ser tratado, a los demás no, a esos puedes mandarlos a la mierda todo lo que quieras”.
Joder. Se me había acabado el cigarro. “En fin, no queda otra que resignarse” pensé, mientras pisaba la colilla para apagarla bien. Me dispuse, no sin antes echarle un último vistazo al maravilloso cielo de Rembrandt,  a entrar en el estudio para ocupar mi puesto como presentador frente a las cámaras.
Pero, eh, el público me adora.

viernes, 9 de agosto de 2013

El vacío


Estaba tumbada en el sofá comiendo helado, mirando sin llegar a ver un insulso programa de televisión, siendo apenas consciente de las caras artificiales y las sonrisas falsas que mis queridas ondas hertzianas  -esas que tantos años de evolución nos han costado- traían. Fue entonces cuando lo noté. Había algo dentro de mí, pequeño y viscoso, que había comenzado a crecer en mi barriga. Me incorporé inmediatamente y me palpé la parte inferior del abdomen, que estaba hinchada y dolorida. ¿Acaso estaba embarazada? ¿Sería un tumor? No, no eran teorías viables. Bueno, tal vez sí que fueran posibles, pero algo me decía que aquello venía de otro mundo, que tenía un significado mucho más profundo. Sentía que desprendía una presencia oscura que me oprimía, llenándome de desesperación. Se me aceleró el ritmo cardíaco y comencé a sudar ligeramente, estaba asustada y no podía pensar con claridad.

Sacándome de mi ensimismamiento, escuché la voz del vendedor de cupones de mi manzana entrar por la ventana abierta. Era un hombre mayor, que formaba parte de la amalgama de voces y olores que conformaban mi barrio desde mucho antes que yo hubiera nacido, pero, aun así, fui incapaz de recordar su nombre. Por mucho que me devanara los sesos, no conseguía evocar una sola conversación con él.

La verdad era que siempre había vivido en segundo plano, como la eterna espectadora de una obra cuyo único anhelo es unirse a la función, pero que tiene demasiado miedo como para  subirse al escenario. Y ahora aquello había comenzado a hincharse dentro de mí. En apenas unos segundos, la presión se había hecho más grande, y podía hasta percibir sus pequeñas garras, semejantes a las nudosas ramas de un árbol muerto, trepando dentro de mí.

De repente, comprendí. Aquello no era un tumor ni un feto, mi primera impresión había sido acertada. Era algo mucho más complejo: era un vacío. Yo nunca había dejado huella en nada ni nadie, había vivido como una mariposa solitaria cuya belleza nadie apreciará, y ahora tenía que pagar el precio. Iba a desaparecer. Aquello iba a seguir creciendo en mi interior y acabaría absorbiéndome. Supe que iba a morir en aquel instante.

Sorprendentemente, lo que más me entristeció no fue saber que iba a abandonar el mundo, sino no ser capaz de elaborar un precioso y emocionante soliloquio en el que reflexionar sobre la vida, o no poder plantearme una pregunta sin sentido aparente, pero con un gran significado intrínseco. No me importaba adónde iban los patos de central park cuando el lago se helaba, ni podía citar a Chejov.  Qué se le iba a hacer, no era una mujer muy culta. Los libros que adornaban las estanterías de mi casa eran pura apariencia. Solté un bufido, casi divertida. Quería aparentar, pero nunca nadie entraba en mi casa. Pese a todo, antes de morir quería recordar el nombre del vendedor de cupones, así que decidí pasar mis últimos momentos en el baño, lavándome la cara y haciendo memoria.

Una vez de dentro, la taza del váter llamó mi atención. Tal vez fuera… No, no era posible. Era demasiado absurdo. Pero, y si…

Me bajé las braguitas rosa pálido con la palabra “Tuesday” bordada (monísimas, oye) y me senté en la taza del váter. Tras unos minutos, me levanté y tiré de la cadena. Inmediatamente noté que el vacío había desaparecido. Resulta que al final solo necesitaba hacer de vientre. En fin, me encogí de hombros y volví al sofá, helado en mano.

jueves, 25 de julio de 2013

La vida es sueño



Me desperté sobresaltado, con la frente cubierta de sudor y las sábanas pegadas al cuerpo. Todavía con el corazón desbocado, me incorporé e intenté pensar con claridad; a mi derecha, los números verdes del despertador relucían en la oscuridad. Todo iba bien. Estaba en mi habitación. No había sido más que una pesadilla. Una pesadilla que, por mucho que intentara recordar, se me había olvidado. No le di mucha importancia, pero aquella fue la noche en que dejé de soñar.



Al día siguiente me encontraba extrañamente cansado y pesado, como si alguien hubiera vaciado mi espíritu de voluntad y lo hubiera rellenado de gris y tedioso plomo. En el metro de camino a clase, me cubrí la cabeza con los cascos y me abandoné a los dulces y sugerentes acordes de Debussy, buscando reconforte y consuelo, pero la magia a la que estaba acostumbrado no ocurrió. La música seguía ahí, la técnica de Yiruma seguía siendo tan limpia e impoluta como siempre, pero la melodía no penetraba en mi pecho, no me calentaba el corazón y no me alejaba de la somnolienta y mediocre realidad. Fruncí el ceño levemente y achaqué aquel extraño suceso al cansancio fruto de la noche anterior.

Habiendo renunciado ya a ensimismarme con la música,  intenté concentrarme en la lectura de un libro. Tenía en mis manos una edición de La vida es sueño, de Calderón de la Barca, que había comprado en una mercadillo de segunda mano. Las páginas estaban amarillentas del uso, y casi se podía escuchar el quejido de las viejas y ajadas hojas al ser pasadas, pero desprendía un aura de atracción a la que me fue difícil resistirme. Antes de comenzar a leer, el título me hizo pensar en la pesadilla que había tenido, pero, una vez más, fui incapaz de recordar siquiera un retazo. Tampoco pude disfrutar de la lectura como lo había hecho hasta ahora. Aun así, me forcé a seguir leyendo hasta llegar a mi parada, en la que me bajé mecánicamente y sin ganas.

Aquel día fue sorprendentemente aburrido, más que cualquier otro que pudiera recordar, y el cansancio extremo que me envolvía no hacía más que aumentar. Cuando por fin llegué a casa, tomé una cena frugal y me metí en la cama, deseando cerrar los ojos y descansar, por fin.



Desperté diez horas después, con el cuerpo completamente entumecido y la cabeza totalmente abotargada. Llegaba tarde a clase, pero no me importaba; estaba demasiado hecho polvo. Me obligué a levantarme de la cama y, ya que no iba a ir a ninguna parte, me dispuse a hacer algo útil. Limpié la casa de arriba abajo y, de repente,  caí en la cuenta de que la noche anterior no había regado las plantas. Me encantaba hacerlo, era una de las pocas con las que realmente disfrutaba, aunque no tengo muy claro por qué. Puede que me gustara observar cómo la tierra absorbe lenta e irreversiblemente el agua. Una vez vertida, no se puede recuperar. Mientras las últimas gotas desaparecían bajo la húmeda tierra y eran absorbidas por las raíces, me recordé a mí mismo lo efímero de la vida, lo poco que duran las cosas y que precisamente en esta caducidad reside su atractivo. Una rosa no sería igual de bella si durara para siempre. Al igual que ni la música ni la lectura habían causado efecto alguno en mí, no sentí nada cuando eché el agua sobre las plantas. Era como si las cosas que más me gustaban hubieran perdido parte de su esencia, aquello que hacía que las disfrutara. De nuevo, intenté recordar lo que había soñado en las diez largas horas de letargo, y, de nuevo, fui incapaz; ni una sola imagen de lo que mi subconsciente había creado se dignó a aparecer por mi cerebro. Puede que aquella extraña amnesia y la “falta de esencia” que había experimentado estuvieran relacionadas, pero nada tenía sentido. Y yo estaba tan cansado…



Sumido en ese aturdido sopor, transcurrió un mes. Un mes en el que fui incapaz de recordar ni uno de mis sueños. Puede que simplemente hubiera dejado de soñar. Todas las mañanas me despertaba cubierto de sudor tras numerosas horas durmiendo, pero totalmente exhausto. Tampoco conseguí recrearme en las actividades que tanto me gustaban antes. Era como si me estuviera vaciando por dentro, o como si me estuvieran absorbiendo, igual que la tierra absorbe el agua. Comprendiendo que aquello no iba a mejorar, me comprometí a contárselo a alguien, y la primera y única persona que me vino a la mente fue mi abuelo.



Mi abuelo vivía solo en un pueblo del interior desde que su mujer había sucumbido al cáncer, y pese a su avanzada edad, era un hombre vigoroso y lleno de vitalidad. Se alegró muchísimo de verme, pero también pude leer en su rostro una sombra de curiosidad; quería saber por qué había ido a verlo. No me atosigó con preguntas, simplemente me dio un cálido abrazo y me aseguró que las puertas de su casa estarían siempre abiertas para mí.

Mientras cenábamos, con la voz monótona y desprovista de emoción con la que me había acostumbrado a hablar, le conté mi problema. Le dije que llevaba meses sin soñar, que dormía sin descansar y que nada conseguía arrancarme una sonrisa. Asintió un par de veces para sí mismo, como asimilando la noticia, sin armar ningún escándalo. No era aquel tipo de hombre. Me preguntó si conocía a alguien al que le hubiera pasado antes aquello, pero yo mismo me había informado y no había encontrado nada. Me aseguró que pediría cita en el neurólogo por mí, y que no debería preocuparme por nada, que estaba a salvo; pero yo no me sentía así. Ocupé la antigua cama de mi padre. Me sentía como un intruso tumbado en aquella pequeña habitación de gruesas paredes que desprendían un vago olor a cal, pero supongo que estaba en mi derecho de usarlas. Si mi padre había renunciado a ellas –y, de paso, a mí- era asunto suyo. Extenuado como siempre, caí en un sueño sin sueño más. Uno más que añadir a la lista.

Tenía la cita con el doctor Márquez en tres días, así que busqué una forma de matar el tiempo. Me era imposible concentrarme y disfrutar de la música, y, aunque no había sido capaz de acabar un libro en meses, tenía la vaga esperanza de que algún libro de la enorme biblioteca de mi abuelo consiguiera cautivarme. Me planté frente a la imponente pared recubierta de macizas estanterías de madera y me zambullí entre los numerosos títulos. Posé la mano sobre el estante y comencé a andar, arrastrando las yemas de los dedos sobre las cubiertas, buscando alguna que me sugiriera algo. De repente, sentí un dolor agudo en la mano. Instintivamente, me llevé el dedo índice a la boca, y sentí el gusto férreo de la sangre. Me había cortado con un libro de un tamaño superior al normal, con la cubierta de cuero oscuro deslustrada, sin título alguno. Mientras lo sostenía en la mano, todavía manchada de sangre, sentí un cosquilleo por todo el cuerpo. Algo me decía que debía leer aquel libro, pero, a la vez, una parte de mí mismo me gritaba que lo dejara todo y que huyera, lo más rápido posible, lejos de aquel oscuro tomo. Me sobrepuse, me senté en una mullida butaca de color granate situada junto al alféizar, y lo abrí.

Era una antología de cuentos populares de moraleja obvia y estructura simple, todos bastante parecidos entre ellos. No me llamaban la atención especialmente, y el aburrimiento que ya me era familiar no me abandonó durante las primeras trescientas páginas, hasta que comencé la historia de las sombras negras. El estilo de este cuento era totalmente diferente a los anteriores. Sin dejar de ser  sencillo, su estilo era elegante y sobrio y la elección del léxico era sorprendentemente exacta, pero, lo que de verdad me sorprendió fue el argumento. Narraba la historia de una pequeña aldea situada en lo alto de los Alpes alemanes. Al principio, se trataba de un lugar alegre, en el que abundaban las fiestas y los bailes. La escasa población trabajaba duro pero era feliz, pues los protegían los guardianes del bosque, dos deidades de sexo opuesto a las que se encomendaban los aldeanos. Ellos los habían creado a partir de musgo y rocas y los habían dotado de conocimiento y emociones. Sin embargo, por alguna razón, los dioses fundadores se marcharon, y el pueblo quedó a merced de los espíritus malignos.

Al leer esta parte, no pude evitar establecer un paralelismo entre aquellos dioses ausentes y mis propios padres, que me abandonaron al nacer y se esfumaron.

La historia continuaba con la aparición de las sombras negras, unos espíritus malvados hechos de oscuridad y rencor puros que se estiraban o encogían a voluntad para adaptarse al recipiente que los contenía. Se aprovecharon de la ausencia de los protectores, y aparecieron mientras la aldea dormía profundamente. Tras acechar a sus víctimas unos instantes, les sorbían los sueños a través de la boca entreabierta.

A partir de entonces, las fiestas ya no fueron tan alegres, ni la música tan agradable, ni el vino tan dulce. No solo eso, la propia esencia de los habitantes comenzó a cambiar. Ya no les apetecían aquellas cosas, tan solo querían cumplir con el estricto horario que se imponían y volver a casa para dormir, sin llegar nunca a descansar realmente. Tan solo un niño, Sigfrido, se dio cuenta de que algo iba mal. Siempre había sido un joven avispado y de imaginación muy despierta, pero hacía semanas que no soñaba, y ya no era capaz de inventar juegos con la misma facilidad que antes. No le gustaba aquello, y se propuso llegar al fondo del asunto. Aquella noche, mientras dormía junto a su hermana Hannah, se despertó sobresaltado y cubierto en sudor, como si hubiera tenido una pesadilla, lo que era imposible, porque ya no soñaba. Se giró para abrazar a su hermana, pero lo que vio lo paralizó de terror; a un par de centímetros del níveo rostro de la niña se encontraba una masa que parecía estar hecha de un humo más negro que la más oscura de las noches sorbiendo unos filamentos dorados que surgían de la boca entreabierta de la pequeña. Sigfrido ahogó un grito, y la criatura se interrumpió para girarse y mirarlo con unos ojos, bueno, más bien dos vacíos aterradores que hicieron que se sintiera mareado y se desmayara. Cuando despertó, se sentía pesado y cansado, como siempre últimamente, pero esta vez recordaba lo que creía que había sido un sueño, el de aquella penumbra oscura de ojos huecos.

Y hasta ahí pude leer. Alguien había arrancado las últimas cinco páginas del cuento. Me sentí increíblemente frustrado. Aquella historia era mucho más de lo que parecía. ¿Quiénes eran aquellas sombras negras y por qué yo sufría los mismos síntomas que los aldeanos? Odiaba las preguntas sin respuesta.



Dos días después, mi abuelo me llevó en su estrepitosa furgoneta al neurólogo, que ejercía en una ciudad que se encontraba a unas dos horas. Por mucho que lo intentara, no fui capaz de mantener una conversación durante el viaje. No quería hacer que la única persona que me había cuidado se sintiera incómoda, pero por mucho que me estrujara los sesos, mi mente no lograba ir más allá de la serpenteante e infinita sucesión de asfalto gris que se extendía ante nosotros. Estaba seco por dentro.

La visita duró unas cinco horas. Tras explicar mis síntomas, me colocaron unos electrodos impregnados de un gel frío en la sien y me pidieron que intentara dormirme. No fue nada difícil, pues la pesadez con la que me desperté el primer día en que no soñé se había instalado en mi cuerpo, calando hasta lo más hondo de mis huesos y atravesándome el corazón. Cuando desperté, ya tenían los resultados; mi actividad cerebral era completamente normal. No había ningún problema, aparentemente. De todas formas, me recomendaron ir al psicólogo, pues tal vez todo tuviera una raíz diferente. Pero, por mucho que dijeran, supe que aquello significaba que los médicos no tenían solución. Sorprendiéndome a mí mismo, no me contrarié, solo me apetecía dar media vuelta y seguir durmiendo, sin despertarme, para siempre, como si estuviera congelado.

Tampoco hablamos en el viaje de vuelta, pero mi abuelo no paró de morderse el labio inferior y mirarme con preocupación, incluso colocó su amplia mano sobre mi omóplato queriendo reconfortarme, pero rehuí su contacto.

Cuando llegamos, le dije que mi estancia allí ya no tenía sentido. Había perdido toda esperanza de volver a ser quien era, así que no había razón para no volver a mi cuadriculada vida en la ciudad, rodeado de gruesos muros de hormigón, de viajes en metro a ninguna parte y de triste y desoladora realidad. Comencé a recoger mis cosas, y vi aquel extraño libro junto a mi cama. No recordaba haberlo dejado ahí, pero no le di importancia, por muy curiosa que fuera la historia, y por mucho que se pareciera a mí, no dejaba de ser una historia sin final. Odio las historias sin final. Le eché un último vistazo calculador antes de cogerlo y embutirlo en la maleta –por si acaso. Fue entonces cuando entró mi abuelo. Parecía alicaído y, con el semblante grave y la voz tranquila, me pidió que me sentara. Asintió para sí mismo un par de veces mientras se frotaba las manos, como hacía antes de hablar de algo serio. Nervioso, continuó:

-No sé cómo decirte esto. Me siento culpable, y sé que lo que he hecho no está bien, pero solo intentaba protegerte. No quería que te fueras, como tu padre.

Esto último lo dijo con apenas un hilo de voz, pero lo escuché como si alguien lo gritara dentro de mí. Mi padre… Todo aquello tenía que ver con mi padre… No sabía qué había hecho, pero mi padre tenía la culpa. Ajeno a mi agitación interna y centrado en la suya, mi abuelo siguió:     -Cuando tu padre tenía tu edad, tu abuela murió, y, meses después, dejó embarazada a tu madre. Desde entonces comenzó a actuar de forma extraña, como si le hubieran quitado la alegría. Estaba más cansado y, sin previo aviso, su talento para tocar la guitarra simplemente se esfumó. Supuse que haber perdido a su madre poco tiempo atrás e ir a tener un hijo era más de lo que una persona podía soportar, pero una noche vino junto a mi cama y me contó lo que le pasaba realmente. Llevaba meses sin soñar, y ya no era capaz de disfrutar las cosas, como si se hubiera quedado vacío. Al principio, él también lo había achacado a la terrible pérdida y al niño que estaba por venir, pero después comenzó el libro. El mismo libro que acabas de guardar en tu maleta.

Añadiendo más interrogantes imposibles de resolver, comprendí que a mi padre le había pasado lo mismo. Sorprendido como estaba, abrí y cerré la boca varias veces, buscando unas palabras que no vinieron. Mi abuelo carraspeó, se levantó y, mientras me lanzaba un fajo de unas cinco hojas amarillentas y desgastadas pertenecientes al libro, dijo:

-Ahora que lo sabes, puedes leer esto. Las arranqué yo mismo porque temía que tú también te fueras, intentado huir de lo que no se puede escapar. Lo siento.

Sin ni siquiera responder, comencé a leer. Conforme fui avanzando, comprendí lo que nos había pasado y qué debía hacer.

El pequeño Sigfrido intentó olvidarse de la sombra negra, pero fue incapaz. El recuerdo de aquel ser sobre su hermana lo perseguía y le impedía actuar con normalidad. Comprendió que era real, y que los filamentos dorados que devoraba la criatura eran los sueños de su hermana. Por eso todo el pueblo actuaba tan raro: ya no tenían sueños, ni imaginación, y se estaban quedando vacíos, sin sentimientos. Decidió que había que pararlas, así que aquella noche venció el fortísimo cansancio que lo atosigaba y se hizo el dormido hasta la medianoche, cuando sintió la presencia de las sombras. Haciendo acopio de ese tipo de valor que tan solo un niño puede mostrar, se abalanzó sobre el espíritu malvado que se encontraba sobre Hannah, interrumpiendo el tráfico de hilos dorados que viajaban desde la boca de su hermana, profundamente dormida, hacia la de la sombra. El ente se giró, sorprendido, hacia el niño, y, tras convulsionarse, comenzó a vomitar sueños mientras iba encogiendo cada vez más. Cuando fue del tamaño de un guisante habló con una voz que sonó directamente en la cabeza del pequeño “No puedes derrotarnos, por mucho que luches. Somos vosotros, nacemos de vuestra inseguridad, de vuestros miedos. Aparecemos allí donde alguien se siente abandonado.” Sobrecogido por la voz, Sigfrido se volvió a desmayar, y, al día siguiente, después de que le sorbieran todos sus sueños, no recordó nada y, como una oveja más del ganado, se convirtió en otra persona anodina más dentro de la homogénea masa de gente aburrida en la que se había trasformado su aldea.

Así acababa la historia. Sin rastro de esperanza. El pueblo de Sigfrido había sido abandonado por sus dioses, mi padre se sintió abandonado cuando murió mi madre, y  yo le guardaba rencor por haberse ido, así que también me atacaron a mí. No estaba bien, no era justo. Por su culpa había perdido toda oportunidad de ser feliz, pero yo no iba a irme como lo hizo él. Iba a afrontar el problema, y el problema era que no quería vivir así. Con una resolución de la que me consideraba incapaz, garabateé una nota de despedida para mi abuelo que acabé con “La vida es sueño, y yo ya no puedo soñar.”

Hice un nudo con las sábanas, até un extremo al techo y me pasé el otro, con forma de lazo, por la cabeza ayudándome de una silla. Tras comprobar que estaba bien sujeto, le di una patada a la silla para acabar con todo, para poder cerrar los ojos y descansar, por fin, de verdad.

Mientras mi vida se escapaba lentamente, como se escapa el agua entre los dedos de alguien que la intenta retener, abrió la puerta mi abuelo, y, tras asimilar lo que estaba pasando, profirió un grito que no llegué a escuchar, pues todo lo que vi fue su mirada de tristeza y el mudo reproche de abandono que me dirigió. Lo había abandonado, con todo lo que conllevaba.


miércoles, 17 de julio de 2013

La música del olvido



17/06/2012
Hola, soy Cristian. Bueno, eso dicen. Me han pedido que escriba todo lo que pienso. Me ayudará a recordar cosas. O eso es lo que me han contado.
No sé si creérmelo, pero al menos me servirá para, poco a poco, poner un poco de orden en mi cabeza. Es todo tan confuso…
En fin, el caso es que soy Cristian –mierda, eso ya lo he dicho- tengo 17 años, y hace un mes perdí la memoria. Joder, no puedo hacerlo. Que le den.

20/08/2012
Vale, ya han pasado tres meses y creo que puedo escribirlo todo con un mayor grado de perspectiva.
Desperté en la camilla de un hospital, rodeado de gente que no conocía, de rostros expectantes y ojos llorosos, que, a modo de figuras de un Belén, me observaban, inmóviles. Intenté incorporarme, pero en cuanto me moví un poco, el cálido abrazo de una mujer que desprendía un leve olor a lavanda mezclado con sudor me oprimió el cuello a la vez que la aguda voz de una niña estallaba en una retahíla de “¡Estás bien, Cris, estás bien!”. Me sentía desorientado, aletargado, estaba demasiado desconcertado para comprender nada. Me separé de aquella efusiva mujer con un brusco ademán e, intentando pensar con claridad, les pregunté quiénes eran.
El estallido de alegría que había supuesto mi despertar se esfumó con la misma rapidez con la que había venido, y aquellas personas, de nuevo, volvieron a congelarse durante unos instantes, hasta que, la misma señora que me había abrazado, me dio una bofetada en la que imprimió toda su desesperación. “¿Cómo que quién soy? ¡Soy tu madre! ¡La persona que te trajo al mundo! ¡No te atrevas! No te atrevas, ni por un solo momento, a haber…” Un entrecortado sollozo le impidió continuar. Fue entonces cuando las otras dos personas en la habitación reaccionaron: la niña se sentó en la cama en la que me encontraba y me oprimió el brazo con dulzura, mientras el hombre envolvió a quien decía ser mi madre en un abrazo protector, mientras sus ojos me miraban, inquisitivos. “El médico comentó que podría pasar” dijo. Por alguna razón, su voz ronca y grave me tranquilizó. Comenzaba a atar cabos, y, finalmente, reuní el valor necesario para preguntar “¿Qué es lo que podría pasar?”. Fue la niña la que continuó “que perdieras la memoria tras el accidente”, “¿de verdad no sabes quiénes somos?”. Ante mi negativa, su semblante se ensombreció y agachó la cabeza, abatida.

Así fue cómo descubrí que lo había olvidado todo. 17 años de mi vida se habían esfumado completamente, como una bocanada de humo que asciende en el aire dibujando caprichosas volutas. Había salido con mis amigos –aunque tal vez debería decir “sus amigos”-  para ir a la playa. Una parte de la montaña rocosa se adentraba en el mar, creando un lugar desde el que lanzarse al agua. Pensando que sería divertido, salté  -o saltó, aún no lo tengo muy claro.- Lo que sí que sé es que salió mal y el golpe contra el peñasco hizo que acabara en el hospital y que perdiera la memoria. De repente yo… yo ya no era yo.

Tras unos días, me dieron el alta en el hospital a cambio de que acudiera a rehabilitación y terapia con regularidad. Por fin volví a “casa”. Ahí estaba yo, en “mi habitación”, que percibía como si fuera de otra persona. Había un piano eléctrico adornando una esquina, un gran armario repleto de ropa de marca y una cama de matrimonio de estilo japonés a ras de suelo. Era extraño, aunque podía convivir con aquello, pero las fotos… Las fotos eran horribles. Imágenes de aquella persona que tenía mi cuerpo pero no era yo me sonreían desde las paredes, haciendo todas aquellas cosas que ya no podía hacer. Me había vuelto un inútil.
La primera noche fue la peor. Intentaba dormir, pero no conseguía más que dar vueltas en aquella enorme cama, en la que me sentía como un intruso, y, haciéndolo más incómodo, las fotos seguían mirándome. Notaba cómo sus ojos seguían mis movimientos, cómo adquirían matices acusadores y me juzgaban por haber destruido la persona que eran. Comencé a llorar, fue demasiado. Me erguí y, abrazándome las rodillas, comprendí que me daba miedo no estar a la altura de la persona que había sido, y que aquel accidente se llevó con la misma violencia con la que las olas del mar embravecido chocan contra las orgullosas rocas del espigón. Paré de pensar, me dejé llevar, me rendí al torrente de emociones que se agolpaban en mi pecho y pugnaban por salir. Cuando mi hermana me encontró, estaba tirado en el suelo con la mirada perdida, rodeado de pedazos de fotos destrozadas y quemadas. A partir de entonces, comenzó a dormir conmigo.

Mis padres intentaban no dejarme solo mucho tiempo, y aunque sé que lo hacían por mi bien, era frustrante. Descubrí que era -bueno, había sido- un talentoso pianista, y que llevaba tocando aquel instrumento desde los cinco años. Mi sueño - he decidido considerar que somos la misma persona (al menos para escribir; lo hace más sencillo) - era convertirme en concertista. De nuevo, una cosa más que no podría hacer, otro sueño roto que se unía a la ya descorazonadora lista. Me entristeció ver las expresiones de decepción de mi familia cuando me senté frente al piano, posé los dedos sobre sus frías e inertes teclas y fui incapaz de sacar ningún sonido que se pareciese lo más remotamente a una obra.
Ese mismo día, llamaron a la puerta. Como de costumbre, estaba tumbado en la cama, intentando recordar algo, a la vez que repetía incansablemente los ejercicios que me habían enseñado para recuperar mis habilidades. Entró Alba, mi hermana, con una sonrisa que le iluminaba la mirada y me comunicó que era Juanfran, mi amigo. Por alguna razón, me puse nervioso. Sabía que había tenido amigos, pero aún no me había reencontrado con ninguno. Me levanté de la cama a la vez que un joven de ojos verdes y pelo negro peinado en una cresta al estilo punk entró en mi habitación.
“Hey”, dijo. “¿Cómo vas, Cris?” Su mirada era límpida, inocente, diferente a las que me habían dirigido los miembros de mi familia, que transmitían una mezcla de incomodidad y expectación, tal vez producida por el choque que debe suponer sentir que alguien a quien conocías ya no es la misma persona, y ni siquiera te recuerda. Juanfran se tiró en la cama, tumbado cuan largo era, con una comodidad y naturalidad que me hicieron preguntarme cuántas veces habría repetido el mismo gesto con “el antiguo Cristian”.
Al principio, aunque intenté ser amable y agradable,  se notaba que me estaba forzando. No soy buen actor. Pero, paulatinamente, el sentimiento de recelo que prácticamente no me había abandonado desde que desperté en el hospital comenzó a desaparecer, y hablamos con más confianza. Sin saber por qué, tenía la sensación de que podía confesarle cualquier cosa, y, haciendo acopio del valor necesario para expresarlo en voz alta, dije “¿Sabes? Creo que tengo miedo. No de lo que supone tener que volver a aprenderlo todo desde cero, como si fuera un niño. Eso no me importa, pero me aterroriza no estar a la altura de mí mismo, de la persona que era. Es como si… ¡Ugh! Se me dan fatal las palabras; esa es la mejor descripción que puedo hacer. Sé que la persona con la que hablas ahora no es el mismo amigo con el que salías.” Juanfran esbozó una media sonrisa burlona y, poniéndome una mano sobre el hombro, me respondió “Mira, no sé si de verdad has cambiado, pero sí que es verdad que se te siguen dando fatal las palabras.”
Aquella afirmación, aquel defecto compartido conmigo mismo, pero, ante todo, aquella forma tan familiar de tratarme, me ayudaron más que todos los días de terapia.
De mucho mejor humor ya, asentí y sonreí, y le pedí que me contara cosas sobre el resto de nuestros amigos y nuestras anécdotas.

Siguiendo el estricto horario marcado por la rehabilitación, las visitas de Juanfran –a las que se sumaron las de varios otros conocidos- y los libros que devoraba con voracidad, pasaron las semanas. Seguía sintiéndome terriblemente desorientado, pero mi actitud había cambiado; quería aprender todo lo posible y volver a ser una persona normal que no tiene que ir siempre acompañada cuando sale de casa. Mi estantería estaba repleta de libros, algunos ya ajados y amarillentos del uso, otros nuevos y todavía con ese olor tan peculiar que tan solo los amantes de la lectura aprecian como se merece, pero todos tenían en su interior un nuevo y apasionante mundo. Uno tras otro, sin seguir ningún orden en particular, fueron cayendo en mis ávidas manos, que recorrían sus páginas con la fascinación de un lector novel, ante el cual se abre un universo de posibilidades y placeres. Durante una de mis lecturas, tropecé con una frase que atesoré con especial cariño: “Un lector vive mil vidas antes de morir, el que no lee, solo una”, por un tal Jojen Reed. La verdad es que todavía no sé quién es, pero desde aquí le agradezco el apoyo que supuso aquella oración. Un lector vive mil vidas… Tal vez yo no necesitaba vivir tantas, pero sí que anhelaba con todo mi ser recuperar la que se me había arrebatado. Confiaba en que la lectura me ayudara a recuperar una parte de aquello que había perdido, y, por el momento, funcionaba.
Entre mis libros preferidos se encontraban Momo, Crimen y Castigo y El Principito. También leía con especial afecto a Haruki Murakami y a Albert Camus, ambos creadores de obras que reflejan la esencia de la soledad humana. Pero no fue hasta que leí Hamlet que realmente reflexioné sobre las personas y lo que necesitamos. En uno de sus monólogos, Hamlet me llevó a una zona lo suficientemente alejada de la realidad que, junto a mi nueva aislación de la sociedad me permitieron filosofar sobre la tristeza humana, y descubrí que nos gusta sufrir. Esa es la terrible verdad. No tan solo nos encanta; lo necesitamos. Necesitamos culpar al sufrimiento nacido de los problemas y fingir que no somos felices por su culpa, cuando lo que pasa es que no nos atrevemos si quiera a pensar la verdad: que nos aburrimos soberanamente. Siendo los únicos ciegos que no quieren ver, utilizamos esta pantomima para distraernos de nuestras vidas grises, monótonas, llenas de días que no son más que copias del anterior. Nos aferramos a cualquier  excusa que nos permite ignorar lo mucho que nos hastiamos con lo que esperamos que sea fuerza suficiente para poder rechazar la fuente real de la desdicha. A raíz de este pensamiento, me sometí a un examen de conciencia.
Ahora que no tenía memoria, veía las cosas con perspectiva, comprendía la realidad. Pero, ¿de verdad no era yo uno más, sumido en la rutina, siguiendo las pautas que se me daban con pasiva obediencia? ¿De verdad luchaba por lo que quería, o me había hundido en una pegajosa y uniforme masa de autocompasión? Por mucho que me pesara, la respuesta a ambas preguntas era sí.

Me encontraba con Juanfran en el jardín cuando comenzó a sonar una melodía. De repente fui dolorosamente consciente de que todavía no había escuchado nada de música. Por mucho que me hubiera esforzado en leer todo lo posible, no me había molestado si quiera en escuchar uno de los numerosos discos de música clásica que yacían abandonados en mi habitación. Ni había pensado sobre ello. Mis padres me habían dicho que mi gran sueño era convertirme en concertista de piano, pero como todo lo relacionado con mi vida anterior al accidente, me sonaba distante y lejano. Pero aquella obra… Aquella melodía me golpeó con una dulce y suave fuerza que tuvo en mí un efecto mucho mayor que cualquier otro estímulo que a mis terapeutas se les pudiera ocurrir. Durante unos instantes, me quedé congelado. Mi cuerpo no respondía, tan solo mis oídos parecían funcionar. Me sentía extremadamente ligero e inalcanzable. Disfrutaba de aquella melodía, la acariciaba, la sentía, la hacía mía y me hacía suyo. Era extrañamente familiar, pero nueva y refrescante a la vez… Como ya he dicho antes, las palabras no son lo mío. Cuando fui capaz de reaccionar, me adentré corriendo en la casa y busqué la fuente del sonido. Parecía venir de mi habitación, tal vez aquel era el sonido del piano que durante las últimas semanas se había limitado a coger polvo, impertérrito, en un rincón de la estancia. Pese a mi suposición, cuando entré como un huracán, la butaca del piano se encontraba vacía. Dirigí mi vista hacia ambos lados y descubrí a Alba tumbada en la cama, con los ojos cerrados y la caja de un disco en la mano.

Más nervioso de lo que me gustaría reconocer, le pregunté qué era aquello. Sorprendida, tardó un momento en reaccionar y señalar el reproductor de discos.
-Eres tú.- Me dijo.- Es Ballade 1, de Chopin. Lo grabaste hace un par de años.
Cuando comprendí lo que aquello significaba, respiré hondo y sentí cómo las lágrimas comenzaban a cubrir mis ojos. Yo había hecho aquello. Yo había reproducido aquella preciosa melodía sin más que las teclas de un piano y mi propio esfuerzo y talento. Todavía un tanto atónito por la belleza de la música, le pedí que me dejara solo un momento.
Cuando, con un movimiento grácil y elegante, su pequeña silueta desapareció y cerró la puerta tras sí, me acerqué a la pila de discos, muchos de ellos interpretados por mí mismo, de que disponía. Los acaricié con las yemas de los dedos, percibiendo su lento despertar, la dulce forma en que salían de su letargo. O tal vez era yo el que realmente despertaba. Me reconocían, estaba seguro. Siguiendo un impulso, cogí uno que contenía diversas obras de Beethoven. Miré la contraportada y leí sus nombres, y aunque no fui capaz de reconocer ninguna, sus nombres me susurraron al oído. Cuando lo abrí, cayó una hoja de libreta escrita con una caligrafía apretada y caótica, que reconocí como la mía. Decía lo siguiente:

Hoy nos ha preguntado un profesor si alguna vez hemos estado enamorados. Pensaba que tenía muy clara la respuesta, nunca he tenido novia, ni siquiera considero que sea una idea atractiva, pero cuando los demás han comenzado a describir el amor, me he dado cuenta. De repente lo he visto. Pensaba que nunca había estado enamorado porque siempre lo he estado, desde la primera vez en que me topé con ella. Le pertenezco completamente, y a ella le dedicaré mi vida. Estoy perdida y locamente enamorado de la música. Siempre ha estado ahí para mí. La música es ese único amigo que nunca me abandona. Ese espejo que me refleja y me completa. En ella me puedo apoyar cuando siento que todo lo demás me falla. La música es eterna. No se limita a deleitar mis oídos, va mucho más allá. Sus acordes penetran en mi pecho, sus melodías me inundan de sensaciones, me recuerdan, como correr bajo la lluvia, como reír hasta quedarme sin aliento, que estoy vivo. Que un corazón cálido, lleno de energía y emociones, late dentro de mí.

No había duda, yo había escrito aquello. Yo había amado la música más de lo que podía expresar con palabras. No. Yo todavía la amaba, comprendí. Había perdido la memoria, ¿y qué? No pensaba darme por vencido. Iba a seguir adelante y conseguir aquello para lo que había vivido. Iba a luchar. Ya no por parecerme al antiguo Cristian, sino para dar lo mejor de mí.