viernes, 26 de abril de 2013

Querido Quique:

No sé realmente por qué el destino ha querido dejarme tu blog abierto, quizás sea una señal. Prometo no poner tonterías, ni hacerte mas entradas, pero es que era muy tentador.
Aprovecharé la oportunidad para ponerte algo bonito, que de tonterías ya vamos servidos diariamente.

Empiezo:

Hace cosa de diez años, el destino, por suerte o por desgracia, me llevó a parar al mismo colegio, a la misma clase, y a la mesa de al lado de un niño, aun no muy crecidito, que se hacia llamar Kike. Eramos los nuevos, y no se si fue aquello lo que realmente nos unió, pero sea lo que fuere, habrá que darle las gracias. Han sido años maravillosos los que he podido pasar a su lado, infinidad de risas, infinidad de abrazos, infinidad de miradas que lo decían todo.
El tiempo entre nosotros solo ha supuesto que me saque un par de cabezas y que ahora nos separen mas de 300 Km. Pero no importa, unos buenos amigos no se separan con la distancia. Las cosas realmente no han cambiado tanto entre nosotros, sigo echándole mucho de menos todos los días, seguimos hablando a menudo, me llama a casa para alegrarme cualquier tarde que aquí en Madrid no salga el sol,  me da sorpresas que no sabré como recompensarselas, sigo acordándome de todas las tonterías que solemos decir y de vez en cuando miro fotos para acordarme de la cantidad de momentos que hemos pasado.

¿Sabes kike? eres uno de esos amigos para toda la vida, de esos que merece la pena conservar y cuidar. No creo que pudiera haber algo que truncara nuestra amistad, y si la hubiera intentaría apartarlo del camino.
No me pondré ya mucho mas ñoña, solo decirte que te acuerdes de mi cuando publiques tu primer libro, que como amiga y fan soy la segunda, después de tu abuela, en la lista de dedicatorias.















Un besito de tu fularda desde tierras madrileñas, en breve vuelvo. Te quiero!





jueves, 25 de abril de 2013

Querido Nadie.


20/04/2013,
¿De verdad importa dónde esté?


Querido Nadie:

He decidido escribirte a ti estas cartas, ya que eres la única persona que me escucha y que me importa, para que queden patentes mis pensamientos más internos. Allá voy.



La vida es una mierda. Bueno, tal vez no la vida en general, pero sí la mía. Eso es de lo que me doy cuenta cada día que pasa. Nada nuevo, nada interesante, tan solo el hastío y el aburrimiento me acompañan desde que me despierto hasta que, desganado y vacío, me deslizo entre las sábanas y cierro los ojos, sin esperanzas ya de que el día siguiente arroje un poco de luz sobre mi gris existencia. Lo peor de todo es que hay gente feliz, que, lejos de conformarse con eso, necesitan restregar su fétido júbilo por mi cara. No los soporto, ni los soporto ni me soporto. Y por eso he tomado, por primera y última vez, una decisión transcendental: me voy a dar una semana de plazo para, a modo de Paloma Josse adulta y menos inteligente, encontrar tres razones para seguir adelante. En caso de que no encuentre motivos para seguir viviendo, dentro de siete días subiré a lo más alto del Micalet (a mi pobre imaginación no se le ocurre un lugar mejor) y saltaré al vacío. Sé lo que estarás pensando, “¿por qué saltar desde un edificio y no otro método?”. Pues bien, la verdad es que ni siquiera yo tengo muy clara la respuesta. Puede que haya tenido siempre una inclinación por el melodrama, o puede que quiera que, por una única vez, la gente me preste atención. También podría ser porque, aunque me cueste reconocerlo, hay una pequeña parte de mí que desea que alguien me detenga, supongo que la misma que quiere que busque razones para continuar “siendo” -en el mismo sentido que Shakespeare le dio al famoso “ser o no ser” de Hamlet.-

Fdo.

Un misántropo empedernido.



                                        23/04/2013

El valle de la desolación.

Querido Nadie:

Estos tres días he estado muy ocupado buscando causas. Al principio escudriñaba la realidad con minuciosidad y exigencia, ya que la anulación de mi muerte no es algo que se tenga que deber a motivos banales, pero por mucho que he examinado, no he podido encontrar nada. Mi determinación no ha hecho que el cielo sea más azul, ni que la gente y yo dejemos de odiarnos, ni que algo me saque una sonrisa. Aun así, he seguido buscando, y sigo, aunque mi listón haya ido bajando. Sospecho que me será imposible encontrar lo que busco. Menos mal que el suicidio me parece una alternativa más que válida.

Fdo.

Un misántropo que busca.

  


 25/04/2013
Entre la desesperación y la tranquilidad.

Querido Nadie:

Dos días más se me han ido de las manos, nunca había sido tan consciente del paso del tiempo. Jamás había comprendido realmente la preocupación que llevó a Virgilio a escribir por primera vez la expresión  tempus fugit”. Pero sí, el tiempo pasa, y a mí se me está acabando el plazo, aunque claro, tampoco debería importarme.

El caso es que al ser la primera vez que intento ver el lado bueno de algo, he decido no ser muy duro conmigo mismo y bajar el número de razones. Es decir, bajarlo a una. Una y solo una –no debe ser tan difícil encontrar solo una-.

Fdo.

Un misántropo que duda.



27/04/2013

Al borde del infinito.

Querido Nadie:

Me he resignado. No soy capaz de verle nada bueno a la vida, sigue siendo la misma mierda que era hace siete días, así que mañana, cuando el sol se esté poniendo (quiero que se vean los tonos anaranjados del cielo tras mi silueta cuando salte) me arrojaré desde el Micalet. Lo he intentado, he intentado afrontar la realidad, pero la idea de cerrar los ojos, lanzarme desde lo alto y aterrizar en una mullida y tranquila nada me parece demasiado atractiva.

Fdo.

Un misántropo que se despide.



28/04/2013

Después de todo, sigue sin importar dónde esté.

Querido Nadie:

Antes de nada, quiero darte las gracias por haber estado ahí, aunque tan solo existes en mi cabeza, así que supongo que no tenías otra opción. Ayer fui al Micalet, y, mientras subía sus 207 pulidos, resbaladizos y estrechos escalones, mi cerebro se esforzaba por encontrar una razón para no suicidarme, pero tal y como me temía, ninguna solución surgió de mi cansado y angustiado cerebro. También pensé en qué dirían los medios de comunicación sobre mi muerte. ¿Estarían desconcertados? Puede que sí, al fin y al cabo, los orígenes de la decisión que había tomado no eran tan obvios como los de otros suicidas. No tenía una Julieta de la que me separara mi familia, no era un Werther al que el amor hubiese torturado… simplemente, no quería vivir.

 Cuando llegué a lo más alto, me detuve un momento para calcular la posición del sol y su encuadre, pues quería que mi particular y macabra performance fuera perfecta. Podía saborear la placidez que me daría la muerte, la tranquilidad de evadirme por siempre de todo… Me ayudé con una mano para encaramarme al muro de piedra que me separaba del fin, escuché aumentar los murmullos y las exclamaciones ahogadas de la gente. Ya estaba ahí… Estaba listo para saltar. Me erguí cuan alto era y extendí los brazos. En este arranque de teatralidad, mi pie trastabilló y me tropecé. Noté cómo la adrenalina se extendía por mi cuerpo, cómo mi vello se erizaba, cómo mis pupilas triplicaban su tamaño y, a la vez, cómo una pequeña parte de mí, cuya vocecita me sugirió que buscara tres razones para no suicidarme, crecía y crecía hasta convertirse en un atronador rugido que me ordenaba aferrarme a la vida. Caí de espaldas sobre el duro suelo de la terraza del Micalet, desorientado y asustado y, al mismo tiempo, más vivo y satisfecho que nunca.

Irónicamente, al borde del precipicio desde el que pretendía saltar comprendí qué era la vida. Sí, tal vez mi vida fuera una mierda. Tal vez no tenía amigos, tal vez mi trabajo como funcionario era monótono hasta límites insospechados, tal vez mis padres me abandonaron y tal vez estaba tumbado de espaldas en medio de un círculo de extraños que me miraban inquisitivos… Pero, al fin y al cabo, era mi vida. Un regalo único e irrepetible que, hasta ese momento, yo había desperdiciado.

Fdo.

Un misántropo que se rehabilita.

martes, 16 de abril de 2013

Los miedos de Carlos



“Puede que se vaya si no le haces caso, tal vez te deje en paz si lo ignoras y le prestas atención a otra cosa. Concéntrate en la pared”, se dijo a sí mismo, antes de dirigir sus cinco sentidos hacia aquel muro de cemento de color morado al que le hacía falta una nueva mano de pintura. Pero, por mucho que fingiera atención por aquellos cuadros y diplomas que decían lo prestigiosa que era la psicóloga que estaba visitando, el miedo no se fue. La sensación de pavor seguía anidada en su estómago y le impedía pensar con claridad.

Carlos siempre había sido un miedica, o al menos así lo recordaba él. Cuando era pequeño, sus súbitos ataques de pánico sin razón aparente eran el motivo de burla de sus compañeros, que nunca fueron más que eso: compañeros. Era hijo único, pero sus padres nunca le habían prestado demasiada atención, estaban demasiado ocupados trabajando para que él fuera feliz, porque claro, no podía faltarle nada, excepto, tal vez, amor. Precisamente por esta falta de atención, nunca notaron que su hijo mostraba un horror excesivo frente a prácticamente cualquier cosa.

Mientras pensaba en sus padres, una mujer pelirroja y de amables ojos verdes entró en la sala en la que se encontraba. Su corazón se aceleró, no le gustaban los pelirrojos, lo aterraban. De forma elegante y grácil, la psicóloga se sentó en aquella ancha y mullida butaca negra que regía la sala y le dirigió una mirada analizadora.

-Bueno, Carlos, parece que sufres repentinos ataques de pánico que no te dejan llevar una vida normal -dijo, mientras el joven se removía incómodo en el asiento y comenzaba a morderse las uñas, que sabían a sal debido al sudor de sus manos. Carlos hizo ademán de levantarse y salir huyendo, pero la doctora continuó hablando-. No te preocupes, estás en un entorno seguro, aquí puedes hablar tranquilo. ¿A qué le tienes miedo? Cuenta.

-Pues… Bueno, es que… -balbuceó- A… A casi todo. –respiró hondo e hizo acopio de fuerzas para poder seguir hablando sin echarse a llorar-. Me dan miedo los perros, los terremotos, los lápices demasiado puntiagudos, los radiadores, los pulpos, las manzanas rojas, atragantarme mientras bebo agua, que me chillen, los móviles, los edificios en construcción… Hasta los pelirrojos. La verdad es que no recuerdo todo lo que me atemoriza.

La mujer abrió los ojos, perpleja ante aquel peculiar hombre asustado de tantas cosas que ni siquiera podía recordarlas. Tras carraspear un par de veces y asentir para sí misma, recuperó la compostura y, con la voz más calmada que pudo conseguir, dijo:

Está bien, no pasa nada. El miedo es una reacción natural, y si, juntos, conseguimos encontrar la fuente de todas esas turbaciones, conseguirás no volver a sentirlo. Todo cambiará. Serás una persona nueva, podrás conseguir un trabajo y comprar una casa y puede que hasta un bonito coche. Se te dará la oportunidad de formar una familia y disfrutar de la compañía de tus hijos –mientras hablaba, el despavorido paciente cerró los ojos y su cuerpo dejó de temblar-. Y eso es lo que tú quieres, ¿verdad?

Un impertérrito silencio fue todo lo que obtuvo por respuesta.

-¿Verdad, Carlos? ¿Carlos? –de nuevo, silencio-. Carlos, tienes que hablar y comunicarme cómo te sientes. Es parte de la terapia.

El hombre estaba sereno, demasiado sereno. La preocupación se fue reflejando en el rostro de la psicóloga mientras se levantó para sacudirle el hombro, de forma inútil. Tras tomarle el pulso fue consciente de que Carlos había muerto, según las autoridades que después realizaron la autopsia, debido a un infarto causado por un visceral temor. Había muerto de miedo, un miedo muy superior a otro que hubiese sentido antes: el miedo a ser normal y corriente.

domingo, 14 de abril de 2013

Ella

Ella lo era todo para mí, era mi razón para sonreír, para levantarme por las mañanas, para seguir adelante... me encantaba  estrecharla entre mis brazos,  sentir su olor,  susurrarle lo mucho que la quería y lo importante que era para mí. Todavía recuerdo el día en que la conocí, cómo supe que estábamos destinados a estar juntos en el momento en que nuestras miradas se cruzaron. Pero nada de eso importa ya, ya no. No ahora que se ha ido y que nunca volverá. No ahora que jamás la volveré estrechar entre mis brazos, no ahora que su olor se ha desvanecido de la cama, no ahora que mis palabras solo son escuchadas por las tristes y vacías paredes, despojadas de toda vida. Ella lo era todo para mí, era mi razón para sonreír, para levantarme por las mañanas, para seguir adelante, ella era mi conexión a Internet.

Pedro

Pedro luchaba contra dragones, rescataba princesas y vivía innumerables aventuras cada día. Ninguno se parecía al anterior, nunca se aburría y siempre se iba a la cama con una historia más que contar a sus futuros hijos y nietos.
Aquella vez tuvo que luchar contra un troll que había secuestrado a la princesa Ofelia, su preferida. Había hecho cosas parecidas en otras ocasiones, pero no fue fácil. La criatura lo superaba en fuerza y resistencia física, pero no en astucia y valentía. Aun así, no fue hasta después de un largo y duro combate que la espada que le había dado el hada del bosque Nympheon relució con un misterioso brillo azulado y se hundió en el pecho del enemigo.
Un día más, había corrido una aventura. Un día más, le había dado color y alegría a su vida. Un día más, cerró los ojos e inspiró con calma. Un día más, seguía sentado en el metro que lo llevaba a clase cuando los abrió. Un día más pasó, continuó en su aburrida y monótona vida.



Camila

Camila lloraba. Lloraba tanto que le escocían los ojos. Lloraba tanto que se le olvidaba cómo se sentía al no hacerlo. Lloraba tanto que, totalmente exhausta, caía dormida. Pero eso no cambiaba nada. Sus lágrimas no lo paraban y él siempre volvía a hacer lo mismo al día siguiente .
Él venía, normalmente por la noche, y la usaba. La usaba, la utilizaba, la gastaba, la agotaba. A veces también venía durante el día, en ocasiones incluso venía con gente y dejaba que ellos la usaran. Pero Camila no decía nada delante de él, no se quejaba, porque lo amaba. Aun así, cuando se quedaba sola, sus ojos se anegaban con sus llantos y una niebla acuosa cubría su vista. Sabía que había otras, él incluso le habló de una tal Sofía, pero ella lo soportaba estoicamente, porque lo amaba.

Una noche, él la tomó con inusitada fuerza, con más violencia que de costumbre, pero, como siempre, Camila lo padeció en silencio. Por la mañana, él la dejó, pero antes de irse, se recostó contra el marco de la puerta cuan largo era y la miró. Su mirada era inescrutable y reflejaba unos sentimientos que la desdichada Camila no supo interpretar. Esa fue la última vez que lo vio.

Camila consiguió descifrar su mirada: descubrió lo que él sentía por ella. Por una vez en su vida no lloró, ya no le quedaban lágrimas por derramar. Por una vez, tras descubrir que él tan solo le profesaba indiferencia, se propuso ponerle fin a su sufrimiento, acabar con su vida. No quería seguir viviendo, no merecía la pena.

Aquel día, Camila puso fin a su vida. Aquel día, se cortó las venas con un cuchillo de la cocina. Aquel día fue el último de Camila, mi cama.