Lo
odiaba. Lo odiaba por encima de todas las cosas. Observaba a aquel
hombre todos los días, conocía su rutina, conocía el mohín de su cara
cuando
encendía el cigarro de las tres y media en la terraza del bar de siempre
mientras se tomaba una cerveza, conocía el bigote mal perfilado que se
le pegaba a la nariz ancha y chata, conocía el apagado resplandor de sus
ojos negro
azabache y conocía el brillo de su frente perlada por unas sempiternas
gotas de
sudor.
No podía evitar mirarlo y odiarlo. Sentía como toda esa animadversión se
agolpaba en su pecho cuando escuchaba su voz ronca y grave, o cuando veía
asomar dos manchas de sudor bajo las axilas en su camiseta blanca y sin mangas, o
cuando vislumbraba la curva que formaba su prominente barriga.
A veces, reflexionaba sobre aquel hombre y sentía pena por él, por la
repugnancia que causaba en los demás, por la monótona vida que llevaba, tristemente
encuadrada en un horario gris y rutinario que le obligaba a repetir las mismas
acciones día tras día, por su nula capacidad para hacer amigos… Pero a pesar de
esto, los sentimientos que prevalecían eran el odio y el desprecio.
Simplemente, lo aborrecía.
Aquel día no iba a ser diferente, iba a verlo. Iba a ver su mirada
triste y perdida, su frente húmeda y resplandeciente, el escaso pelo, antaño
negro, ahora blanqueado por las nieves del tiempo.
Pero,
al contrario de lo que esperaba, aquel día sí que fue diferente.
Lo vio, claro que lo vio, pero aquella vez no pudo soportarlo, el odio
fue
demasiado. Mientras continuaba contemplando aquellos rasgos que tanta
tirria le causaban, metió la mano el bolsillo de su pantalón y,
lentamente, saboreando el momento, sacó un revólver.
Justo antes de disparar, miró a los ojos a aquel hombre, que le
devolvía la mirada, y no encontró una mirada asustada, ni tan siquiera
sorprendida. Tras un momento de desconcierto, comprendió que era una mirada de
agradecimiento. Aquel hombre quería morir. Y, por fin, disparó a aquellos ojos,
a aquella frente, a aquella barriga, a aquel bigote, a aquel pelo, a aquella
nariz, a aquella frente. Nunca tendría que volver a verlos.
O, al menos, eso pensó justo
antes de que la bala impactase contra el espejo.
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