“Puede que se vaya si no
le haces caso, tal vez te deje en paz si lo ignoras y le prestas atención a
otra cosa. Concéntrate en la pared”, se dijo a sí mismo, antes de dirigir sus
cinco sentidos hacia aquel muro de cemento de color morado al que le hacía
falta una nueva mano de pintura. Pero, por mucho que fingiera atención por
aquellos cuadros y diplomas que decían lo prestigiosa que era la psicóloga que
estaba visitando, el miedo no se fue. La sensación de pavor seguía anidada en
su estómago y le impedía pensar con claridad.
Carlos siempre había sido
un miedica, o al menos así lo recordaba él. Cuando era pequeño, sus súbitos
ataques de pánico sin razón aparente eran el motivo de burla de sus compañeros,
que nunca fueron más que eso: compañeros. Era hijo único, pero sus padres nunca
le habían prestado demasiada atención, estaban demasiado ocupados trabajando
para que él fuera feliz, porque claro, no podía faltarle nada, excepto, tal
vez, amor. Precisamente por esta falta de atención, nunca notaron que su hijo
mostraba un horror excesivo frente a prácticamente cualquier cosa.
Mientras pensaba en sus
padres, una mujer pelirroja y de amables ojos verdes entró en la sala en la que
se encontraba. Su corazón se aceleró, no le gustaban los pelirrojos, lo
aterraban. De forma elegante y grácil, la psicóloga se sentó en aquella ancha y
mullida butaca negra que regía la sala y le dirigió una mirada analizadora.
-Bueno, Carlos, parece
que sufres repentinos ataques de pánico que no te dejan llevar una vida normal -dijo,
mientras el joven se removía incómodo en el asiento y comenzaba a morderse las
uñas, que sabían a sal debido al sudor de sus manos. Carlos hizo ademán de
levantarse y salir huyendo, pero la doctora continuó hablando-. No te
preocupes, estás en un entorno seguro, aquí puedes hablar tranquilo. ¿A qué le
tienes miedo? Cuenta.
-Pues… Bueno, es que…
-balbuceó- A… A casi todo. –respiró hondo e hizo acopio de fuerzas para poder
seguir hablando sin echarse a llorar-. Me dan miedo los perros, los terremotos,
los lápices demasiado puntiagudos, los radiadores, los pulpos, las manzanas
rojas, atragantarme mientras bebo agua, que me chillen, los móviles, los
edificios en construcción… Hasta los pelirrojos. La verdad es que no recuerdo
todo lo que me atemoriza.
La mujer abrió los ojos,
perpleja ante aquel peculiar hombre asustado de tantas cosas que ni siquiera
podía recordarlas. Tras carraspear un par de veces y asentir para sí misma,
recuperó la compostura y, con la voz más calmada que pudo conseguir, dijo:
Está bien, no pasa nada.
El miedo es una reacción natural, y si, juntos, conseguimos encontrar la fuente
de todas esas turbaciones, conseguirás no volver a sentirlo. Todo cambiará. Serás
una persona nueva, podrás conseguir un trabajo y comprar una casa y puede que
hasta un bonito coche. Se te dará la oportunidad de formar una familia y disfrutar
de la compañía de tus hijos –mientras hablaba, el despavorido paciente cerró
los ojos y su cuerpo dejó de temblar-. Y eso es lo que tú quieres, ¿verdad?
Un impertérrito silencio
fue todo lo que obtuvo por respuesta.
-¿Verdad, Carlos?
¿Carlos? –de nuevo, silencio-. Carlos, tienes que hablar y comunicarme cómo te
sientes. Es parte de la terapia.
El hombre estaba sereno,
demasiado sereno. La preocupación se fue reflejando en el rostro de la
psicóloga mientras se levantó para sacudirle el hombro, de forma inútil. Tras
tomarle el pulso fue consciente de que Carlos había muerto, según las
autoridades que después realizaron la autopsia, debido a un infarto causado por
un visceral temor. Había muerto de miedo, un miedo muy superior a otro que
hubiese sentido antes: el miedo a ser normal y corriente.
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