martes, 16 de abril de 2013

Los miedos de Carlos



“Puede que se vaya si no le haces caso, tal vez te deje en paz si lo ignoras y le prestas atención a otra cosa. Concéntrate en la pared”, se dijo a sí mismo, antes de dirigir sus cinco sentidos hacia aquel muro de cemento de color morado al que le hacía falta una nueva mano de pintura. Pero, por mucho que fingiera atención por aquellos cuadros y diplomas que decían lo prestigiosa que era la psicóloga que estaba visitando, el miedo no se fue. La sensación de pavor seguía anidada en su estómago y le impedía pensar con claridad.

Carlos siempre había sido un miedica, o al menos así lo recordaba él. Cuando era pequeño, sus súbitos ataques de pánico sin razón aparente eran el motivo de burla de sus compañeros, que nunca fueron más que eso: compañeros. Era hijo único, pero sus padres nunca le habían prestado demasiada atención, estaban demasiado ocupados trabajando para que él fuera feliz, porque claro, no podía faltarle nada, excepto, tal vez, amor. Precisamente por esta falta de atención, nunca notaron que su hijo mostraba un horror excesivo frente a prácticamente cualquier cosa.

Mientras pensaba en sus padres, una mujer pelirroja y de amables ojos verdes entró en la sala en la que se encontraba. Su corazón se aceleró, no le gustaban los pelirrojos, lo aterraban. De forma elegante y grácil, la psicóloga se sentó en aquella ancha y mullida butaca negra que regía la sala y le dirigió una mirada analizadora.

-Bueno, Carlos, parece que sufres repentinos ataques de pánico que no te dejan llevar una vida normal -dijo, mientras el joven se removía incómodo en el asiento y comenzaba a morderse las uñas, que sabían a sal debido al sudor de sus manos. Carlos hizo ademán de levantarse y salir huyendo, pero la doctora continuó hablando-. No te preocupes, estás en un entorno seguro, aquí puedes hablar tranquilo. ¿A qué le tienes miedo? Cuenta.

-Pues… Bueno, es que… -balbuceó- A… A casi todo. –respiró hondo e hizo acopio de fuerzas para poder seguir hablando sin echarse a llorar-. Me dan miedo los perros, los terremotos, los lápices demasiado puntiagudos, los radiadores, los pulpos, las manzanas rojas, atragantarme mientras bebo agua, que me chillen, los móviles, los edificios en construcción… Hasta los pelirrojos. La verdad es que no recuerdo todo lo que me atemoriza.

La mujer abrió los ojos, perpleja ante aquel peculiar hombre asustado de tantas cosas que ni siquiera podía recordarlas. Tras carraspear un par de veces y asentir para sí misma, recuperó la compostura y, con la voz más calmada que pudo conseguir, dijo:

Está bien, no pasa nada. El miedo es una reacción natural, y si, juntos, conseguimos encontrar la fuente de todas esas turbaciones, conseguirás no volver a sentirlo. Todo cambiará. Serás una persona nueva, podrás conseguir un trabajo y comprar una casa y puede que hasta un bonito coche. Se te dará la oportunidad de formar una familia y disfrutar de la compañía de tus hijos –mientras hablaba, el despavorido paciente cerró los ojos y su cuerpo dejó de temblar-. Y eso es lo que tú quieres, ¿verdad?

Un impertérrito silencio fue todo lo que obtuvo por respuesta.

-¿Verdad, Carlos? ¿Carlos? –de nuevo, silencio-. Carlos, tienes que hablar y comunicarme cómo te sientes. Es parte de la terapia.

El hombre estaba sereno, demasiado sereno. La preocupación se fue reflejando en el rostro de la psicóloga mientras se levantó para sacudirle el hombro, de forma inútil. Tras tomarle el pulso fue consciente de que Carlos había muerto, según las autoridades que después realizaron la autopsia, debido a un infarto causado por un visceral temor. Había muerto de miedo, un miedo muy superior a otro que hubiese sentido antes: el miedo a ser normal y corriente.

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