domingo, 14 de abril de 2013

Camila

Camila lloraba. Lloraba tanto que le escocían los ojos. Lloraba tanto que se le olvidaba cómo se sentía al no hacerlo. Lloraba tanto que, totalmente exhausta, caía dormida. Pero eso no cambiaba nada. Sus lágrimas no lo paraban y él siempre volvía a hacer lo mismo al día siguiente .
Él venía, normalmente por la noche, y la usaba. La usaba, la utilizaba, la gastaba, la agotaba. A veces también venía durante el día, en ocasiones incluso venía con gente y dejaba que ellos la usaran. Pero Camila no decía nada delante de él, no se quejaba, porque lo amaba. Aun así, cuando se quedaba sola, sus ojos se anegaban con sus llantos y una niebla acuosa cubría su vista. Sabía que había otras, él incluso le habló de una tal Sofía, pero ella lo soportaba estoicamente, porque lo amaba.

Una noche, él la tomó con inusitada fuerza, con más violencia que de costumbre, pero, como siempre, Camila lo padeció en silencio. Por la mañana, él la dejó, pero antes de irse, se recostó contra el marco de la puerta cuan largo era y la miró. Su mirada era inescrutable y reflejaba unos sentimientos que la desdichada Camila no supo interpretar. Esa fue la última vez que lo vio.

Camila consiguió descifrar su mirada: descubrió lo que él sentía por ella. Por una vez en su vida no lloró, ya no le quedaban lágrimas por derramar. Por una vez, tras descubrir que él tan solo le profesaba indiferencia, se propuso ponerle fin a su sufrimiento, acabar con su vida. No quería seguir viviendo, no merecía la pena.

Aquel día, Camila puso fin a su vida. Aquel día, se cortó las venas con un cuchillo de la cocina. Aquel día fue el último de Camila, mi cama.

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