Él venía, normalmente por
la noche, y la usaba. La usaba, la utilizaba, la gastaba, la agotaba. A veces
también venía durante el día, en ocasiones incluso venía con gente y dejaba que
ellos la usaran. Pero Camila no decía nada delante de él, no se quejaba, porque
lo amaba. Aun así, cuando se quedaba sola, sus ojos se anegaban con sus llantos
y una niebla acuosa cubría su vista. Sabía que había otras, él incluso le habló
de una tal Sofía, pero ella lo soportaba estoicamente, porque lo amaba.
Una noche, él la tomó con
inusitada fuerza, con más violencia que de costumbre, pero, como siempre,
Camila lo padeció en silencio. Por la mañana, él la dejó, pero antes de irse,
se recostó contra el marco de la puerta cuan largo era y la miró. Su mirada era
inescrutable y reflejaba unos sentimientos que la desdichada Camila no supo
interpretar. Esa fue la última vez que lo vio.
Camila consiguió
descifrar su mirada: descubrió lo que él sentía por ella. Por una vez en su
vida no lloró, ya no le quedaban lágrimas por derramar. Por una vez, tras
descubrir que él tan solo le profesaba indiferencia, se propuso ponerle fin a
su sufrimiento, acabar con su vida. No quería seguir viviendo, no merecía la
pena.
Aquel día, Camila puso
fin a su vida. Aquel día, se cortó las venas con un cuchillo de la cocina.
Aquel día fue el último de Camila, mi cama.
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